Carta a Isadora Duncan

Historia

Isadora, el impulso que me mueve a escribirte parte, en primera instancia, de la publicación reciente de un cuento mío, acerca de ti y, más específicamente, de la tragedia espantosa de tu muerte, estrangulada por tu propia bufanda. [1] “La bufanda de Isadora”, es el título que decidí darle, no para restarte importancia, sino porque a la hora de tu muerte te me figurabas tan frágil y desprevenida, como lo somos y estamos todos en ese instante supremo que nos excede infinitamente, puesto que ocurre sin que estemos presentes.

[2] Lo cierto es, Isadora, que tu viaje intemporal de diosa danzante, me obsede con el mismo furor con el que me espanta tu muerte. Debo admitir, con todo, que a un nivel muy elemental, mi cuento nace de una necesidad de catarsis. La manera tan libre e indómita en que viviste se me figura tan fatalmente incongrua con tu desenlace, espantoso, trágico, extraño… Este desfase me produce un terror muy íntimo, que me mueve a compasión y miedo, de la manera en que sólo puede hacerlo una magna tragedia. Pero, ¿quién, que te haya visto, Isadora, tan tuya en ti misma, tan en plena posesión de tu don artístico, puede negar que eres eso precisamente, una heroína valerosamente trágica? Nadie, seguramente.

Si bien fue éste el impulso que, en primera instancia, me motivó a escribirte, hay otra, una segunda instancia que motiva esta carta, que bien pudiera describirse como “de amor”. Porque lo cierto es que te amo, Isadora, porque has sido y eres una de mis grandes inspiraciones, como mujer que soy con vocación a las letras. Tu danza me potencia artísticamente del modo en que potencia a la bailarina de vocación truncada en el poema, de Rosario Ferré, “La bailarina”, de Papeles de Pandora. En este vertiginoso poema, la bailarina, a quien no quieren dejar danzar, danza con pies sangrantes sobre sus “zapatillas dagas” [3], porque simple y sencillamente no puede dejar de hacerlo. Danza su “corazón sobre la mesa”, y para potenciar su danza te invoca a ti, Isadora, como hada madrina y madre ancestral. Clama conmovedoramente la bailarina, en el poema: “isadora no puedo/ dejar de bailar” (120). [4] Tampoco yo puedo dejar de bailar, amiga Isadora, la danza de mi mano con el papel, y por eso, necesito invocarte y para poder invocarte plenamente, necesito exorcizarme del horror que me ocasiona tu muerte. En segunda instancia, te escribo, pues, como consecuencia de una muy breve reseña sobre mi cuento “La bufanda de Isadora”, la cual salió a la luz a pocos días de la publicación del mismo.

En dicha reseña, una estudiosa de la literatura catalogaba mi relato de “misógino”, porque dizque te “castigaba” por tu sensualidad. Cuando pude salir de mi perplejidad ante tal etiqueta, hasta llegué a preguntarme, por un par de segundos, si el “enemigo interno”, “the enemy within”, del que hablan las feministas estadounidenses para referirse al adoctrinamiento patriarcal del que no estamos exentas las mujeres, me había jugado una mala pasada y si mi cuento, muy a pesar mío y de mi compromiso de vida con el feminismo, “te castigaba”. La noticia crítica no me era de gran ayuda en este proceso de reflexión, puesto que en ella el juicio de “misoginia” se emitía sin más “evidencia” que una alusión de pasada a la imagen del cuello –quebrado por la bufanda– “como clásica imagen del falo” (así reza el comentario crítico).

El malestar que me ocasionó una etiqueta, tan distante de mi ethos, como la de “misoginia”, y ¡aplicada a uno de mis relatos!, me llevó de regreso a Rosario Ferré, en cuyo poema “La bailarina”, hacía tiempo, había escuchado de ti por primera vez. Recuerdo cómo, en aquella ocasión, el sonido de tu nombre me conmovía con la fuerza de un mantra, en la poderosa invocación de la bailarina de vocación truncada: “isadora no puedo/ dejar de bailar”. Impelida por esta invocación tan gozosa como atormentada, tuve que realizar, en aquel entonces, una búsqueda en la red, bajo el nombre de Rosario Ferré, y el de la misteriosa “isadora”, quien aparecía en el poema con su nombre escrito así, en minúscula. [5] Entre las entradas que surgieron, finalmente di con tu apellido, “Duncan”, de una musicalidad muscular como tu cuerpo de bailarina, en las fotos de tonalidad sepia en donde aparecías, a un tiempo, contenida y desmadejada, suprema y encantadoramente humana.

De pronto, la bailarina de pies sangrantes se me representaba no tan diferente de ti, tan sobrehumana y a la vez, tan frágil, es decir, tan humana, a la hora de tu muerte. De pronto, tu desenlace, accidental, sí, pero no por eso menos horroroso y extraño, se me representaba no tan lejano del destino de ostracismo y locura que históricamente han enfrentado y que incluso hoy siguen enfrentando las mujeres con vocación artística, en un mundo dominado por nociones de masculinidad. Que se entienda bien, cara amiga, no trazo aquí una relación de causa y efecto entre tu gloria artística y tu desenlace fatal, ni mucho menos sugiero que el mismo constituya algún tipo de “castigo” para tu sensualidad hermosamente indómita. Lo que quiero poner de relieve es que te atreviste a vivir muy plenamente y que la manera en que se aúnan, en tu muerte, belleza (tú misma, tu bufanda, tu paseo en el Bugatti) y horror (el estrangulamiento por la bufanda) nos causa especial espanto a quienes te amamos y te vemos como modelo a seguir. Nos causa especial espanto, reitero, porque de manera no causal sino incidental, como una aterradora coincidencia, es decir, nos recuerda los riesgos y el destino, a menudo, aterrador que deben enfrentar las mujeres con vocación artística, que apuestan a vivir libremente. [6]

Para exorcizar dicho horror decidí escribir “La bufanda de Isadora”, como claramente lo indicaba el epígrafe del poema “Fever 103º”, de Sylvia Plath, que originalmente encabezaba mi relato y que, como parte del proceso de edición, lamentablemente terminó siendo eliminado. El epígrafe de Sylvia, que se refiere a ti, Isadora, y que revela sus propios temores como creadora, lee así: “From me like Isadora’s scarves, I’m in a fright/ One scarf will catch and anchor in the wheel…”; y en traducción de Rosario Ferré: “De mi cuerpo como los velos de Isadora, me aterra/ que alguno prenda y se enganche de la rueda”. [7] Llegué entonces a la conclusión, en un momento de suprema honestidad conmigo misma, de que el “enemigo interno” del adoctrinamiento patriarcal no me jugaba una mala pasada, de que mi relato no es misógino, de que no expresa odio o aversión a las mujeres, de que no te castiga, y todo, por una razón muy simple. “La bufanda de Isadora” no es una recomendación del castigo para las mujeres que, como tú, se atreven a vivir plenamente su vocación de seres humanos y de artistas, sino que es una crónica del horror (palabra clave), góticamente expresado, que la metamorfosis de un objeto bello (la bufanda) transformado, de súbito, en arma homicida, entraña. “La bufanda de Isadora” no se congratula de tu triste destino, Isadora querida, sino que se horroriza ante tal destino, a la vez que procura elevarte a la estatura trágica que te es tan merecida, incluso a la hora de tu muerte. Este esfuerzo es especialmente evidente en la última oración de mi relato: “Como un triste telón, caen los párpados”. Tus párpados, Isadora, descienden tristemente, sí, pero también con el pathos de una heroína.

Déjame que te diga, Isadora, cómo llegué a la decisión de encuadrar la historia triste y terrible de tu muerte en un marco de horror gótico. Ocurrió de manera tan inesperada como fantástica. Hablo aquí de lo fantástico cortazariano, ese sentimiento intuitivo y visceralmente extraño, que desfamiliariza la división entre eso que llamamos “realidad” y el sueño. Fue mientras leía ese relato alucinante que es “No se culpe a nadie”, de Julio Cortázar. Más leía y más me avasallaba la coincidencia apabullante entre el relato cortazariano y tu tragedia, Isadora. Las tangencias eran tan asombrosas: en ambos hay una situación extraña, que escapa a la lógica: una prenda de vestir que parece cobrar vida y tornarse homicida. Leyendo a Córtazar podía revivir el horror de tu tragedia, Isadora, “tan piel contra piel”, como dice Córtazar, en una de sus descripciones, en dicho cuento. Volví a ser testigo de tu tragedia, como lo fui de la del hombre anónimo en “No se culpe a nadie”. Sentí la asfixia del pulóver azul, sentí la lana humedecida por el vapor de su respiración agitada, al tratar infructuosamente de sacarse el pulóver por la cabeza. También pude sentir el vértigo obnubilado de su caída al vacío por una ventana y fui testigo de asombro demudado del sinsentido de tal muerte. Entonces me pareció que la tragedia de este hombre y la tuya, eran una y la misma.

Quise contar la tragedia de los últimos instantes de tu vida, épicamente y en todo su dolor y sinsentido, para lo que se me ofrecía la técnica de la “amplificación narrativa” que aplica Cortázar en su relato. Quise elevar tu muerte a la estatura de tragedia clásica, que le era debida. “Yo podría bailar ese sillón – dijo Isadora”, decía Cortázar, mientras me extendía sus ojos de duende niño alucinado y me pedía que tomara nota de la cualidad asesina del pulóver y de la bufanda. Y por vía del terror casi gótico de Cortázar y del pulóver “homicida”, llegué naturalmente hasta el terror abiertamente gótico de Edgar Allan Poe, que me obligaba a mirar la bufanda con algo de la insania con la que se mira una inevitable “muerte roja”, enmascarada de inocua prenda de vestir. Decidí, entonces, representar la bufanda como tu doble, alter ego que, en su danza, termina adquiriendo un ademán aterradoramente siniestro.

Tras la publicación tanto del cuento como de la susodicha reseña, el libro de ensayos de Rosario Ferré, Sitio a Eros: quince ensayos literarios, se volvió locus de reflexión y de aprendizaje (y, ¿para qué negarlo?, también de consuelo). Leyendo, lo que es más, el ensayo “Las bondades de la ira”, perteneciente a la colección, podía entender un poco más acerca de la atracción que ha ejercido y que ejerce el género del horror gótico en escritoras mujeres, a partir de su vena femenina en la literatura anglosajona (Ferré habla del Frankenstein, de Mary Shelley, y del poema “Lady Lazarus” de la propia Sylvia Plath, como ejemplos paradigmáticos). [8]

Ferré me enseña que, para algunas escritoras, el horror gótico ha funcionado como un tipo de exorcismo de los horrores de la vida diaria de una heroína, quien suele ser una joven valerosa y perseguida (122).  Ferré también me enseña que si bien la fantasía gótica tradicional ha ejercido dicho fin catártico para ciertas escritoras (yo incluida, con mi cuento acerca de tu desenlace, Isadora), la ira literaria tiene bondades que más afirmativamente afirman (valga la redundancia) la agencia femenina. Para ilustrar este punto en particular, Ferré ofrece el ejemplo de un texto de Plath, un poema titulado “Three Women”, que en opinión de Ferré es una “obra técnicamente imperfecta”, a pesar del logro humano de representar multifacéticamente la maternidad [9], debido a la “frialdad de los fantaseos góticos” que no le permiten a la poeta conectar ojo y corazón en su observación de los problemas femeninos (141). Como punto de contraste, Ferré analiza la manifestación del odio y la ira en el poema “Lady Lazarus”, también de Plath, como manifestación que afirma, góticamente incluso, la capacidad de actuar de la mujer.

De dicho análisis concluyo, Isadora, que el planteamiento de Ferré sobre el horror gótico es más de forma que de esencia, o sea que tiene que ver más con la manera en que se trata este acercamiento que con el acercamiento en sí. Debo aclararte, asimismo, que a pesar de la severidad del juicio de Ferré con respecto a “Three Women”, le corresponde el mérito de que reconoce, en su análisis comparativo entre Plath y la escritora Erica Jong, [10] que estamos hablando de etapas de desarrollo en la conciencia feminista de estas escritoras (129). De ahí que, a la postre, Ferré concede un lugar para los susodichos “fantaseos góticos” de Plath.

Lo que me lleva de vuelta a mi relato “La bufanda de Isadora” y al acercamiento gótico-cortazariano-poeiano que utilizo en el mismo. ¿Te niega mi cuento la agencia? No. Tal planteamiento sólo tendría sentido si tú fueras la protagonista, pero no lo eres, sino que lo es la bufanda, y más importante, si no estuviéramos hablando de tu muerte accidental y trágica, un momento que por excelencia te sobrepasa, como a todos nos ocurre. ¿No es dicha “pasividad”, si así se puede llamar, la de todo el género humano ante un hecho que nos obsede, el de la muerte como evento “siempre pendiente”, como diría Maurice Blanchot; evento que excede infinitamente, al punto de llevarse a cabo sin la presencia de quien muere? Tu pasividad, Isadora, al momento de tu muerte, no es diferente de la pasividad que universalmente aqueja al género humano a la hora de la muerte. Si bien mi cuento te representa desprevenida ante tu horrorosa muerte, y como tal, “pasiva” ante la metamorfosis asesina de la bufanda, ¿es justo decir que es por eso “adverso a las mujeres o que comunica odio a las mujeres”, que te comunica “odio” a ti, que te “castiga por tu sensualidad”? ¿No pueden leerse más certeramente y menos prejuiciadamente tu sensualidad y la sensualidad innegables de la bufanda en términos del contraste que establezco entre belleza y horror como marco para la historia?

Continúo: ¿demuestra la fantasía gótica que construyo en torno a tu muerte la desconexión entre ojo y corazón de la que habla Ferré en su análisis del poema de Plath? ¿Se analizan los hechos atroces de tu deceso “demasiado objetivamente” y con “frialdad” (Ferré 141)? No creo. El cuento narra tal y como sucedieron, sí, los eventos de tu muerte, pero cambiando el foco del ojo humano desde ti hacia tu bufanda, que se va animando hasta adquirir esa aterradora cualidad asesina. El adjetivo “triste” en la última oración es infinitamente eso, “triste”, y encierra toda una cosmovisión de melancolía que nos remite al tropo del “gran teatro del mundo”, tal y como lo concibieron Shakespeare y Calderón de la Barca. La tristeza infinitamente melancólica de la última función de cada ser humano se encierra y hasta se magnifica en el momento de tu muerte, mi querida Maestra, por ser tú tan sobrehumanamente humana en tu arte y por haber muerto tan trágicamente.

Y para concluir esta misiva enamorada de ti y de tu arte, me hago, Isadora, una pregunta que me bulle: ¿Por qué pueden Cortázar y Poe forjarse fantasías góticas sin que en ello necesariamente se lea un punto de “ceguera”, o de menos visión, en el desarrollo de ellos como escritores hombres? ¿Nos están vedados ciertos marcos de referencia a las mujeres que escribimos, como por ejemplo lo gótico, si queremos representar el horror intrínseco de la fragilidad que aqueja al género humano? Tú, Isadora, me das la respuesta con tu danza furiosamente bella y yo siento que empiezan a movérseme los miembros con un furor parecido al de la bailarina en el poema de Ferré, y tan sólo acierto a decir: “isadora no puedo/ dejar de bailar”.

 

La autora es escritora y profesora de literatura latinoamericana en Marquette University, Milwaukee, Wisconsin, U.S.A.


Notas

[1] Mi cuento, publicado en la edición de abril de la Revista Trapecio, puede accederse a través del siguiente enlace: http://revistatrapecio.com/2014/04/21/la-bufanda-de-isadora-cuento-de-dinorah-cortes-velez/.

[2] Como diría el filósofo francés Maurice Blanchot.

[3] En esto se parece a la reina de Blancanieves, en la versión original del cuento de los Hermanos Grimm, obligada a danzar sobre zapatillas de hierro ardiente hasta su muerte.

[4] Rosario Ferré. “La bailarina”. Papeles de Pandora. San Juan, Puerto Rico: Ediciones Huracán, 1991.

[5] Maravilloso guiño de rebeldía, signado por la renuencia a seguir la normativa, en este caso, de la gramática.

[6] Como lo dice famosamente Virginia Woolf, en A Room of One’s Own, al imaginar una hermana de Shakespeare con vocación literaria. También Rosario Ferré habla de esto en su ensayo titulado “La autenticidad de la mujer en el arte”, que es parte de la colección Sitio a Eros: quince ensayos literarios. Dice Ferré: “A diferencia  del siglo XVI,  la mujer escritora hoy puede ejercer su vocación con relativa libertad; pero se le sigue haciendo mucho más difícil que al hombre llegar a ser un buen artista, y esto por una razón sencilla: le es más difícil llegar a ser una persona completa” (34).

[7] “Las bondades de la ira”. Sitio a Eros: quince ensayos literarios. 2da. edición. México: Grupo Editorial Planeta, 1986. p. 126.

[8] En la tradición hispanoamericana, Ferré justamente destaca a Delmira Agustini.

[9] El poema presenta tres puntos de vista sobre la maternidad, la mujer que da a luz al niño, la mujer que aborta y la mujer que da a luz a la niña (Ferré 129).

[10] Para este análisis, Ferré se concentra en las novelas autobiográficas The Bell Jar, de Sylvia Plath, y Fear of Flying, de Erica Jong.