Gilda Navarra: La memoria permanente de la imagen

Voces Emergentes

Conocí a Gilda Navarra por primera vez al final de 1975 o principio de 1976, más o menos dos años antes de mudarme a Puerto Rico en julio de 1978. Por eso perdí los primeros montajes del Taller de Histriones, entre los más notables Ocho mujeres (1974), el mimodrama adaptado de La casa de Bernarda Alba de García Lorca. Desde ahí en adelante no recuerdo haber perdido ningún otro montaje, obra o presentación pública del trabajo de Gilda Navarra.

Mis primeras impresiones de Gilda no cambiaron a través de casi 40 años. No tenía pelos en la lengua: existía un enchufe no mediatizado entre lo que pensaba y lo que decía que era refrescante y a la vez temible. También vivía, tanto en su casita encantada en la colina de Guaynabo, como más tarde en su apartamento de Miramar, entre cuidadosamente escogidos y fascinantes objetos estéticos y gatos y perritos que hacían cada visita un bufé compartido de sensaciones, confraternidad, aprecio y cariño.

Aún más sorprendente fue su instinto creativo y cómo lo transformaba en certeza metafórica, tanto en conversación como en escena teatral. Las impresiones de los que la conocían bien pudieran variar, pero para mí, y a pesar de sus acontecimientos en el baile, la danza, la cerámica y como bailarina, maestra y actora, su logro más permanente y memorable fue la dirección del Taller de Histriones (1971 a 1985) y obras posteriores dentro del mismo estilo de Histriones. Estéticamente, Histriones es el grupo teatral más destacado en la historia del Teatro Puertorriqueño. El mejor récord de esta historia es su libro Polimnia: Taller de Histriones, 1971-1985 (1988), que provee una crónica visualmente documentada del proceso con ensayos escritos por Luis Rafael Sánchez, Arcadio Díaz Quiñones y Rosa Luisa Márquez.

Propongo un breve repaso de su trabajo como la mejor manera de recordar cómo impactó el teatro desde los 1970 hasta hoy. Gilda comenzó el Taller de Histriones con dos obras al estilo de la Commedia dell’Arte: El primer paso en Los tres cornudos (1971-72) fue hacer al cuerpo igualmente expresivo que la voz. El segundo, La olla (1973) señalaba la separación de la voz (las palabras narradas) y el cuerpo (la acción). El próximo paso en Ocho mujeres (1974) desarrolla el potencial expresivo del cuerpo y la acción al punto de hacer las palabras –si no la voz en sí–superfluas para la acción. Arcadio Díaz Quiñones explica esta “desconfianza hacia la palabra dicha” como una respuesta a “la banalidad publicitaria y el exceso de declaraciones programáticas [que] nos han quitado la palabra y, lo que es peor, la palabra dicha se ha convertido en mercancía. Por eso, el “arte maduro” de Navarra “ha sido el arte del silencio, la imagen que intenta decir lo indecible”.

Ocho mujeres, según Rosa Luisa Márquez, “marcó una nueva etapa en el quehacer teatral puertorriqueño: plasmó en escena la labor de dieciocho meses de investigación, búsqueda de materiales y ensayos en un país en el cual la improvisación, la precipitación y la falta de tiempo determinan la mayoría de los montajes.“ Desde Ocho mujeres en adelante, el grupo funcionaría en términos del tipo de disciplina requerida en el baile, en la escuela de movimiento y en el teatro de Jacques LeCoq (con quien Navarra había estudiado) en París, y en la práctica del taller continuo presente en el trabajo teatral de Jerzy Grotowski y Eugenio Barba.

Los montajes del Taller casi siempre se basaban en un texto previo, aunque no siempre en obras dramáticas como Los tres cornudosLa ollaLa Casa de Bernarda Alba. En Eleuterio Boricua (1975) el texto es el cuento de Tomás Blanco, pero también la ilustración visual de los grabados de Antonio Martorell sugeridos por el cuento. En la creación abstracta Asíntota (1976) son dos los textos: Visage, un texto de sonidos electrónicos y vocales de Luciano Berio en busca de significados y La divina comedia. En Abelardo y Eloísa (1978) sensualiza la historia del descubrimiento del amor y la curiosidad intelectual elaborados en las cartas que se escribieron los dos amantes -la Historia calamitatum- de los siglos XII y XIII con la música moderna de Carl Orff. El tema para el montaje de Un guiñol (1978) deriva de Petrushka de Stravinsky, mientras Atibón, Ogú, Erzulí (1979), con coreografía de Alma Concepción, se basa en mitos afrocaribeños –en este caso escritos por Antonio Díaz-Royo y con escenografía, vestuario y maquillajes pintados por Martorell. Soleá (1980) responde a la música de Miles Davis, al flamenco y al baile africano, y La metamorfosis (1981) reinterpreta la novela del mismo título de Kafka. La mujer del abanico (1981) utiliza textos japoneses del teatro Noh y de Yukio Mishima, mientras que los textos y el arte de las civilizaciones indígenas -maya-quiché, azteca y nahuatl- y las crónicas de los conquistadores informan Fragmentos o relatos precolombinos (1981). Asimismo, Tocata para percusión (1982) desarrolla sus movimientos dentro del ritmo y el tiempo percusivo de la obra musical de Carlos Chávez.

El desarrollo colectivo, a través del proceso de taller, de cada nueva obra permitía una creatividad y, en ocasiones, hasta la autoría compartida entre la directora y los miembros más activos del Taller: Alma Concepción (actuación y coreografía), Ramfis González, Ricardo Molina (actuación y diseño de escenografía y vestuario), Wanda de la Cruz, Oscar Mestey (actuación, coreografía, escenografía y diseño de máscaras), Maritza Martínez, Annamía Reyes y otros. El Taller también incorporaba los talentos de colaboradores, como el diseñador de luces Enrique Benet (diseñó las luces de cada obra excepto las primeras dos), la actora Luz Minerva Rodríguez (Ocho mujeres), la poeta Angelamaría Dávila (Atibón, Ogú, Erzulí), artistas gráficos como Jaime Suárez (Abelardo y Eloísa y La mujer del abanico) y Antonio Martorell (Atibón, Ogú, Erzulí), la diseñadora de vestuario Gloria Sáez (diseños para siete obras) y el músico Emmanuel “Sunshine” Logroño (Atibón, Ogú, ErzulíPolimnia). A la misma vez, ningún aspecto de los montajes quedó fuera de la supervisión creativa y crítica de la directora, Gilda Navarra.

Es inexacto decir directora y dirección o coreógrafa y coreografía, porque Gilda Navarra siempre fue una “dramaturga” del espacio teatral y de la expresión gráfica y corporal en escena –de todo excepto la palabra hablada. Según Luis Rafael Sánchez, “Con silencios desbordados se integra el repertorio de textos del Taller de Histriones, con silencios habitados por las verdades eternales, con silencios dialécticos; el silencio vuelto materia, código de alusiones, entendimiento coherente, friso donde se exhibe cuanta pasión es... Dicho silencio pregunta, responde, castiga, culpabiliza, acorrala, trepida”.

La dramaturgia “sin palabras” de Navarra se abre a una complejidad sensual de cuerpos, movimientos, diseños, esculturas y expresiones sonoras en el espacio y forja en el proceso algunas de las imágenes plásticas más complejas y duraderas del teatro puertorriqueño.

Para Peter Brook (El espacio vacío) la memoria del teatro no se escribe, sino que queda grabada en la imaginación del espectador después de la función. El Taller de Histriones ha grabado un catálogo extenso de imágenes vivas en la memoria de sus espectadores. Esta iconografía cambia de espectador a espectador, pero está igualmente enmarcada y fija como las que se pueden visualizar en obras presenciadas y leídas del teatro puertorriqueño: la de Carlos, abrazando desesperadamente el cadáver de su amada Julia en La cuarterona, la de Juana, sola frente al árbol y la casucha vacía de su familia en Tiempo muerto, la de la llegada de la carreta que saca a doña Gabriela y su familia del campo, la del fuego funeral en la casa al final de Los soles truncos o la del baile de los vejigantes de Loíza en Vejigantes. Las imágenes que creó Navarra son igualmente “imborrables” (Díaz Quiñones).

La diferencia, tal vez, es el lenguaje tangible del gesto de Navarra en una obra como Abelardo y Eloísa, cuyo tema principal, no es tanto el amor ilícito del medioevo, como la represión –del deseo, del cuerpo, del intelecto, del impulso creativo– y la conformidad forzada como fundamento de la sociedad medieval y la contemporánea, tanto universal como puertorriqueña. Tanto el amor y la curiosidad intelectual como la libertad de expresión conllevan consecuencias de miedo, hostilidad, violencia, humillación y finalmente neutralización. El nexo patriarcal de la iglesia, la familia y las instituciones cívicas siembra el miedo a la diferencia, a la experiencia excepcional, y privilegia la normalidad, el sentido común y la experiencia mediocre.

En Abelardo y Eloísa, dos manos siguen la misma curva, por sólo un instante. Una mano traza una curva enseñando la otra. Entonces las dos manos –una del hombre y la otra de la mujer– se mueven simultáneamente en la misma curva. Tan sencillo, tan preciso, tan revolucionario, porque entonces un coro de manos –hombres y mujeres– trazan precisa y simultáneamente la misma curva en el aire creando un nuevo mundo de entendimiento. Dos cuerpos –uno frente al otro– se mueven en conjunto, en un ritmo perfecto. Se extienden sus brazos derechos –uno es la sombra o el abrigo del otro– y en el mismo instante abren y cierran sus manos. El gesto de Abelardo y Eloísa que descubre la doble entrega sensual y espiritual del amor asombra y desarma al público.

Los textos visuales del Taller de Histriones son más teatrales y más duraderos que la gran mayoría de las obras escritas. Al crearlos, el Taller de Histriones logró un nivel de profesionalismo en términos de disciplina y adiestramiento artístico sin precedente en el teatro puertorriqueño. El estilo teatro-danza-mimo todavía puede parecer abstracto y distante de la especificidad del diario vivir puertorriqueño con todos sus significados sociales, políticos y culturales -la brega del consumismo, el colonialismo, el desempleo, la droga, la criminalidad, la represión y la corrupción. Sin embargo, a través de su idioma de esculturas vivas, gestos y movimientos corporales, el Taller de Histriones forjó imágenes teatrales gráficas, impactantes y transcendentes de la mujer puertorriqueña oprimida, de las implicaciones castrantes del machismo, de la represión sexual y del racismo como un suicidio cultural.

En nombre, el Taller de Histriones cesó bajo la dirección de Navarra en 1985. Pocos años después, Gilda también se jubiló de la Universidad de Puerto Rico. No obstante, continuó trabajando en el campo del mimo-teatro. Diez años más tarde el montaje en 1995 de Una minina y un múcaro –un mimodrama que incorporó, además de la dirección de Navarra, trabajos de los artistas gráficos Jaime Suárez y Susana Espinosa–seguía mostrando la eficacia del proceso de trabajo que caracterizó las obras del Taller.

Basada en la poesía de Edward Lear, Una minina y un múcaro permite presenciar una poesía-escultura que fluye dentro del espacio escénico donde los elementos plásticos, gráficos, visuales están entretejidos en un contenido teatral que va mucho más allá de la trama como tal. La acción incluye desde las máscaras hasta los paneles que se doblan para cubrir y descubrir la otra escenografía, las luces que cincelan formas y cuerpos del vacío, la integración del sonido, la música y las décimas, y la precisión, disciplina y gracia del movimiento de los cuatro actores principales.

A través de los gestos, el movimiento y la artesanía de máscaras, vestuarios y sonidos, lo que sería, en otras manos, un cuento de hadas romántico se vuelve una experiencia teatral en la cual el acto de enamorarse y casarse de una minina y un múcaro se tran1forma en metáfora de una negociación compleja y necesaria de diferencias no sólo sexuales (de género), sino también culturales y hasta raciales.

Su supuesto retiro fue activo. En 1996, por ejemplo, dirigió el visualmente brillante montaje de Tríptico deikela para el Taller Síntesis –un nuevo proyecto de performance que creó con el escultor Jaime Suárez. Durante los últimos meses del año 2000 y los primeros de 2001, regresó a dirigir actores jóvenes en el Recinto de Río Piedras, de la Universidad de Puerto Rico cuando trabajó como asesora de su exdiscípula Rosa Luisa Márquez en su montaje conmemorativo de Historias para ser contadas del entonces recién fallecido dramaturgo argentino Osvaldo Dragún.

Ya Gilda Navarra, después de haber llegado a sus 94 años, ha pasado a otro escenario. Pero eso no borra la memoria personal, colectiva y teatral. Allí está escrita a través de imágenes grabadas en placas “imborrables” de “lo que podría ser [y por momento fue] un teatro puertorriqueño”.