Paseo con Leo 47: Mar quiero tu sed de agua…

Caribe Imaginado

El niño camina solo. Quiere independencia. Toma mi dedito, le digo. Y a veces, se acerca y lo toma. Caminamos juntos hasta cruzar la avenida y llegar al parque. Hay una extensión verde, amplia. Y una fuente. Le encanta sentir cuando le salpica el agua. Le compré unas sandalias de cuero. Camina seguro. Corre. Ya no se agarra de mi dedito. Encuentra un pequeño montículo de arena. Para él, una pequeña colina. La sube. Llega pronto a la cima e intenta agarrar la piedra que está en el centro. Cómo hará para bajar, me pregunto. Pero él no sabe lo que es el miedo. Y pronto baja. Se pone de espaldas y se arrastra. Pero la baja solito. No es tonto, mi niño. Yo quiero que se sienta libre. Lo miro a la distancia. Ni se percata dónde estoy. Todo es gigante para él.

Cerca hay una familia que hace volar un artefacto, como si fuera un platillo volador. La gente mira. Ven, veamos eso que vuela. Mira… le señalo al aire. Pronto levanta su brazo e indica con su dedo índice,  la máquina voladora. El ruido estruendoso de un avión lo distrae. Siempre mira los aviones, los helicópteros, señala con su dedo al cielo.

Toma mi dedito, vamos a ver el mar. Allá, mira. El mar. Caminamos el paseo estrecho que bordea las piedras. Se trepa de puntillas para ver las olas romper en espumas. Salpica agua salada. Saluda con su mano derecha a las mujeres, a algunos hombres. Le gusta saludar. Caminamos y saluda. Quién fue este niño en la otra vida que se siente tan dueño de su entorno. Cómo mira con picardía a las chicas y saluda con su mano como diciendo hola y luego adiós. No tiene miedo de la gente. Camina tan seguro con sus nuevas sandalias.

Hace viento de navidad. Se le mete por entre el fino cabello con destellos dorados. Él todo parece una bandera que flota. Lo dejo andar sin mis manos. Soy feliz así, viéndolo de lejos, pareciera tan lejos la distancia entre nosotros, pero estoy a solo unos pasos de su cuerpecito. Lo levanto y lo trepo en la baranda para que lo vea todo, ese mar en su extensión total. Se queda perplejo.

Mar quiero tu sed de agua
para darle de beber a él
la vida que le falta
para que sepa amar

Lo agarro fuerte. El viento nos contonea como si estuviéramos en un velero en alta mar.

Estoy ahora en otro lugar.

Aquí, sentada en la Plaza San Martín de Córdoba, Argentina. Al aire banderas de caras de gente desaparecida en esa ciudad años atrás. Se siente la ausencia en los rostros de los caminantes. Los hombres parecen tan perdidos como en cualquier plaza del mundo. Cigarrillo en boca, fuman hacia adentro el murmullo de las palomas. Un bastón acompaña a un anciano y un hombre de camisa negra que no se atreve a decir, y sin embargo respira a mi lado. Todo sucede pero nadie me toca. El ojo es incapaz de ver aquello que no le sirve para su sobrevivencia. La fuente de agua. Las cuerdas de una guitarra a lo lejos.

Es navidad en San Juan de Puerto Rico. Mi niño acaba de ver el mar, sentirlo en su carita con la intensidad del viento. Oscurece un poco. Y la luna llena sale a escena. Aprovecho el ruido de un helicóptero y su dedito al aire para mover su brazo, mira, la luna. Tan llena de sí misma. Y él la ve. Demasiado para una tarde. Le regalo la inmensidad.

En Córdoba, en la Plaza San Martín, una persona grita Libertad. Su eco me llega a esta esquina del  Océano Atlántico. Como si al unísono de todas las plazas del mundo mil personas gritaran Libertad. El niño y yo apretados, miramos las olas romper con estas piedras gigantes, la luna ensimismada, el cielo rosado y gris, crea su pequeña lluvia. Nos abrazamos. Como si el mar nos hubiera dado de beber.