La vida, ese gran ensayo

Caribe Imaginado

altEl momento más sereno es en horas de la madrugada. Existe un silencio tranquilo. Los seres que habitan conmigo esta casa, duermen. Mi niño a veces llora. Si me despierta, lo busco para abrazarlo y lo traigo a mi cama. Aprieto su pequeño cuerpo al mío. Tomo sus manos y cuento sus deditos. Digo ya, ya, ya… Trato de imaginar qué cosas sueña en la noche, solito en su cuna, tanto que lo hace llorar.

Ahora, apretado a mi pecho, mi niño duerme cobijado al calor de mi cuerpo, escuchando los latidos de mi corazón galopar. Todo esto imagino porque recuerdo un tiempo cuando yo también tenía un pecho donde recostar mi cabeza cansada. Me dormía al galope de ese sonido rítmico que me hipnotizaba.

Necesitar a un otro.

Porque esa vibración de un pecho fueron los inicios de todos los que logramos sobrevivir al nacimiento. Dentro, el palpito de nuestra madre. Su alimento, nuestro alimento. Imagino volver a ese vientre, flotar en el líquido amniótico, ver solo colores, luces y sombras, sentir solo ese calor tibio del adentro. Nacer es nuestro primer trauma. Separarse de ese cuerpo del cual nunca más volveremos a transitar. Tal vez lo que buscamos siempre es ese retorno a la madre, a su vientre, al sonido certero de su corazón. Temporada eterna donde no hay necesidad de nada, donde solo se es. Donde comenzamos a imprimir conciencia, pero no hay heridas. Pensar es el ejercicio de la herida. Si no hay pensamiento, solo existimos. Sin conciencia de existir.

Dormir es un raro estado humano. Qué cosas verá mi niño cuando al final del día, después de su baño, lo echan en la cuna dormido. Sus ojos se mueven cuando logra ese sueño profundo. De un lado para otro, como si viera una película. Tal vez la ve. Recreará los eventos del día. Será que aun recuerda el instante de salida del vientre de su madre, ese primer dolor, llanto que escuché segundos después que el médico lo levantó al aire y le dio la bienvenida. Yo estaba ahí. Yo fui testigo de su nacimiento.

Ahora es mi tiempo de cuidarlo. Cuidar al inocente. Olvidarme de andar sola por las alturas. Mi tiempo de dar, de abrir el puño y ofrecer alimento, caricia, calor. Tiempo de incluso no entenderlo todo. No inmiscuirme tanto en comprender el mundo. Dejar

la vista a medio paisaje, algo sin saber, algo si ver, eventos sin entender. Estar. Es todo lo que hay que hacer. Solo estar. Porque es mi tiempo de ofrecer, de bendecir, de abrir, de dar. Tiempo de permitirme silencios para aprender a verlo, a escucharlo, a olerlo. Cuando despierta y se ríe, ese preciso instante es cuando el sol entra. Porque lo que nadie nos dijo es que la habitación es interna. Y solo se encuentra en el silencio. Desde ahí entonces puedo comenzar la ruta hacia el otro.

Tanto he aprendido con ese niño que me llegó sin esperarlo, sin saber, tan de sorpresa. Apenas vacía la casa, llegó para llenarla. En las noches, cuando ya duerme, recojo sus juguetes. Coloco los bloques uno encima del otro para cuando despierte vuelva a tumbarlos y grite emocionado. Coloco el tren en una esquina, no vaya a ser que me tropiece y comience a cantar el abecedario. Sus juguetes transitan por toda la casa. Toda la casa está llena de su mundo. Dar. Finalmente he entendido ese gesto milagroso de la humildad.

El problema de la vida es que no hay ensayo. Y cuando al fin logramos entender sus códigos, se nos han ido más de la mitad de los años. Por tanto tiempo cultivé la tristeza que me acostumbré a su insistente martilleo. Ahora he aprendido su risa, como una nota musical que escucho, un sonido de campana que me hace despertar para mirarle.

Ahora abro mi puño. Estoy dispuesta a dar sin nada en las manos, porque solo preciso de mis manos para entregarlo todo. Estoy dispuesta al gozo de vivir. Al fin he aprendido a ser feliz. Un niño me fue nacido en la habitación interior. Y fue para mí como volver a nacer. Aquella vida fue un ensayo. Esta es la verdadera. Soy testigo de mi nacimiento.

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