Vincent Van Gogh: palabras a una la epístola perdida

Caribe Imaginado

alt“Porque la pintura de Van Gogh no se opone a cierto conformismo de las costumbres sino a las mismas instituciones. Y después del paso de Van Gogh por la tierra ni la naturaleza exterior con sus mareas, sus climas, ni las tormentas equinocciales pueden conservar la misma gravitación…”

-Antonin Artaud

Van Gogh, el suicidado por la sociedad


El pulso es azul, cárdeno, primario, desleal al silencio, despistado a la estética matriz, o a la singularidad donde un todo sería capaz de exhibirse. Allí en la perspectiva, esos trazos de luz gruesa, hinchada de ecos que hieren otras luces y a su vez, se brotan momentáneas y eternas en un declive de tierra tan fantástico; tierra cercana, al pozo del ojo, con el aval de los sentidos. Basta ver su “Noche Estrellada” (Óleo sobre lienzo 1889) cuadro que deslumbra la vista exterior durante la noche desde la ventana del cuarto del sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence, donde se recluyó hacia el final de su vida. Sin embargo, la obra fue pintada durante el día, de memoria. Algo de esa locura cargaba un hervidero de imágenes que depuradas, coronadas en soles de noche enfilándose macizos al cielo y desafiando el cauce de las estrellas. Ver cómo se queda la memoria en su casona de sangre y ancestro, sin víctimas, solo caminos y el desangrar de los espejos. Vincent olvidable, Vincent suicidado por la sociedad, Vincent irreconocible; más amado aún, Vincent eterno, demoledor, aclamado, de valor incalculable, y ahora, fuera del tiempo.

Y cómo el dolor en este pintor postmodernista trepaba en su araña de charcas y metales; una visión en desorden que se iba contemplando solamente en él. Ágape o trago de amargura, no sé, la belleza estaba, reunida toda, gritada toda, y el compás del loco y ese retablo del lienzo dispuesto a resquebrajarse a su mejor mundo paralelo. ¿Sucedía? Simon Singh, en su libro Big Bang, comenta que “Noche Estrellada” tiene cierta semejanza con un bosquejo de la “Galaxia Remolino”, hecho por Lord Rosse 44 años antes que la obra de Van Gogh. Una cita citable a propósito del Reader’s Digest, pero el universo unilateralmente nos devuelve a nuestra mala sintonía que solo consiste en vivir y sobrevivir.

Es en Saint-Rémy, donde empieza a tener alucinaciones y ataques epilépticos, sin recibir ningún tratamiento. Pero es que el loco, mal intérprete del arte, se descalza de la lógica de los hombres y elige el camino desconocido. Allí en ese hospital del desarraigo, en el jardín donde había cipreses, es que el artista ¿o loco? concluye su “Noche Estrellada, ya sea por misericordia o por los decires de Lucifer, invento maestro de los hombres.

Sirva esta epístola perdida para retomar las palabras guardadas tras el caballete, tras la sombra corta donde se esconden piruetas de bocetos. Decirme, y decirles que Vincent Van Gogh pintó cerca de 900 cuadros más en exacto 27 autorretratos y 148 acuarelas y un aluvión que ronda los 1600 dibujos. Decir bajo una corta posteridad, ciega e innúmera, que una figura central en su vida fue su hermano menor Theo, marchante de arte en París, quien le prestó apoyo financiero de manera continua y desinteresada. Expresar, más que decir-y no quiero gritarlo-que Van Gogh fue esencialmente autodidacta y que esa misma norma lo catapultó a ser considerado en la actualidad uno de los grandes maestros de la historia de la pintura. Decir con algo de sombra por la madera que, murió a los 37 años, con herida de bala, sin huella o rostro; bala que, a veces tiene relato de suicidio. En denominador con la locura, que sigue siendo un mito en la modernidad de todos, el crítico de arte Robert Hughes nos asegura en tempo actualizado que “las obras del artista están ejecutadas bajo un completo control; de hecho, el pintor jamás trabajó en los periodos en los que estaba enfermo”. ¿Vanidad o acrobacia? ¿Suma del bien o el mal? Era Vincent, el muchacho de 26 años que marchó como minero a Bélgica, y en su ya ronco interior de creaciones y divergencias inicia con una pintura “Los campesinos comiendo patatas” o “Aardappeleters” en neerlandés (Óleo, 1885), fue el primero, y fue interminable, un mar movible que sin trópico o sextante, jamás provisto en una latitud briosa a ser hallada, conquista a pincelazos sombríos y terrosos en un principio, prefiriendo después y para toda la vida los colores vivos, un mundo ya tan suyo donde todos somos “la frontera más débil” Es Vincent el que sigue provocando irrenunciable, el “Happening” de miradas y expresiones, pasiones, nuevos desquicios, y hasta una canción de acordeón en un bar de Guadalajara “La Enredadera” donde, sin querer, la sombra del músico bañada en “Havana Club” me ofrecía unas estampitas con el autorretrato del genio y casi musitando “me las dio la sobrinita, órale, sé que es un feo de la chin…pero la neta, hasta casi canta ¿agarró la onda?” y que me quedé casi con todas las estampitas, hasta que salió el sol mucho después, y yo perdido en cada regalo que hacía poniendo a Van Gogh de fachada sentimental, imaginando el cielo, gracias a sus fogonazos.

Vasto reino, hectárea, porvenir y costa, su vida, sus lágrimas, sus palabras. Como celebro siempre este epistolario con su hermano Theo; allí, estaban anidadas, repletas, boyantes en vendimia de signos, todas las estaciones de su vida. Leerlas, estar a su lado, en su río de cometas heridos, y su maldición contra la buena lógica que nos sigue jodiendo-los apagones, el que lea, entienda-por ejemplo, ésta, primogénita de su gran temporada en Arlés donde buenos kilómetros de imaginería le consumaban en albas, y auroras, y cielos que no han vuelto a conocerse, y su júbilo en lo ofrecido:

He pasado una semana en Saintes-Maries. En la playa de arena había pequeñas barcas verdes, rojas y azules, de formas y colores tan bellos que hacían pensar en flores. Son tan pequeñas que casi nunca van a alta mar. Salen cuando no hace viento y vuelven a tierra cuando sopla con demasiada fuerza

Vincent van Gogh, junio 1888.

O la sorpresa, como si una pintura de niño le poseyera, le ilustrara una tierra lejana que la magia ha soltado para él, y que le llega sonora:

Ayer, al atardecer, yo estaba en un brezal pedregoso donde crecen muy pequeños y retorcidos robles, en el fondo de una ruina en la colina, y campos de trigo en el valle. Era romántico, no podía ser más, a la Monticelli , el sol se derramaba sus rayos amarillos muy por encima de los arbustos y el suelo, absolutamente una lluvia de oro. Vincent Van Gogh, Arlés 5 de julio de 1888.

Pero la sombra que llevamos los hombres siempre regresa. Creo que Hemingway mientras era corresponsal de guerra, habló de ella, la distinguió en un pasadizo blando, y obtuso, tal vez mirándole, o José Asunción Silva mientras contemplaba su única novela vencerse en alta mar, la sintió, tocándole el oído y concluyo desde luego con Bruto, él sí la vio perfecta antes de la batalla. Pero Vincent, tres puntos suspensivos lo aclamaron a la sombra; algo de esta sombra mal amante le disuade a irse, a dejarlo todo, contrito, desfigurado, y hasta rapaz.

Año 1889: el mismo año que se arrancó el lóbulo de la oreja tras un feudo con su inseparable amigo Paul Gauguin o Rachel, la prostituta rasgada en la medianoche de su ira; Van Gogh, se comportaba de modo iracundo contra todos; era como si la tierra le abandonase, le dejase inseguro de nuevos despertares, le robase el respiro quizá porque él, ya no era Vincent, sino otro cadáver flotando en un puñado de girasoles de cualquiera de sus cuadros o de esa habitación pensada en el vacío. Ingiere pintura, la sombra, se acerca, conspirando, en sus elementos; Hughes escribe que entre mayo de 1889 y mayo 1890, “tuvo arrebatos de desesperación y alucinación que le impedían trabajar, y entre ellos, meses en los que pudo hacerlo y lo hizo marcado por el éxtasis extremo visionario” Locura y sombra, delirio y éxtasis, Vincent rebasó, la epístola pérdida…fue una bala, no, dos muchachos jugando con una pistola, no, quiero estar al lado de mi hermano, dormir como él, ahora marchantes en este zodiaco de pintura recia que nos alumbra, no, se suicidó, punto. No creo, imposible, dice su mentor Anton Mauve, el doctor Paul Gauchet le dibuja en su lecho de muerte; en la vuelta del grafito hay unos ojos de piedad que nos abrazan. Sigilosas historias deambulan, ¿quién le llora? ¿alguien trajo girasoles nuevos? Salió el sol en el cementerio de Auvers-sur-Oise, allí pasa la noche estrellada de soles indecisos, pero amados al color, ¿noche o día?. Vincent primero, seis meses después, Theo.

Vincent, ávido lector de biografías de otros artistas para comprobar la consonancia del carácter con el arte de estos; un estudio de perfiles bajo el aguacero hombre-creador. Yo pienso en el poema del pintor que se hizo biógrafo de sí mismo, y abrió los corredores de su transparencia:

“Yo arriesgué mi vida por mi obra, y mi razón destruida a medias”; estas son las palabras de Vincent en la última carta encontrada en su lecho de muerte el 29 de julio de 1890.

Lo dijo, ya en su epístola perdida.