El Bichote

Cultura

(San Juan, 11:00 a.m.) La primera vez que escuchó esa palabra fue en el 1995, cuando consiguió trabajo en una prestigiosa universidad del país. Había regresado del exterior después de convertirse en un flamante Doctor en Filosofía y Letras. La noche anterior no pudo pegar un ojo; estaba nervioso porque sería su primer día de clases y no sabía a qué se iba a enfrentar. Llegó una hora antes, porque deseaba repasar el material que daría en esa primera reunión. Su corazón no dejaba de latir y no podía ocultar su nerviosismo; para esa época apenas tenía veinticinco años. A las 7:00 de la mañana en punto, entró al salón y con su voz de locutor dijo: Buen día. Los estudiantes, al unísono, contestaron buenos días con mucho entusiasmo, con excepción de uno que ocupaba el último pupitre de la cuarta fila.

De inmediato, el recién graduado se presentó y muy orgulloso les mencionó que era el Dr. Agustín López-Andújar y que sería su profesor este semestre. Las jóvenes intercambiaron sonrisas y miradas pícaras, porque el doctor era joven, alto y bien parecido. De reojo, el docente miró al estudiante que estaba sentado en el último pupitre de la cuarta fila, y notó que no le prestaba ninguna atención. Después de la bienvenida, les pidió que sacaran sus libretas porque la clase había comenzado.

Buscó el prontuario del curso y luego, empezó a enumerar las lecturas asignadas para el semestre. Fue entonces cuando el joven del último pupitre le advirtió: “No me voy a joder leyendo todo ese material. Usted se cree que no tenemos más clases.” El doctor muy tranquilo le contestó: “para que usted sepa sí se tiene que joder leyendo todo ese material, porque usted es el estudiante y se matriculó en esta clase con el propósito de aprender. Como yo soy el profesor, a mí me corresponde enseñar y a usted aprender, si eso es lo que desea.”

Luego del exabrupto, la clase transcurrió de forma normal, si así se puede decir. El educador, que era muy detallista, observó que el alumno malcriado y soberbio, escondía un objeto en su pierna izquierda. Respiró profundo y alarmado pensó: “tiene un arma en su pantalón.”  En cuestión de segundos, decidió no darse por enterado y culminar esa primera clase de forma positiva. Se despidió del grupo, les deseo lindo día y camino hacia el departamento. Una vez allí, la secretaria le indicó cuál iba a ser su oficina; además le manifestó que el director quería charlar con él.

El doctor López-Andújar se ubicó en el espacio que iba a ocupar por mucho tiempo. Después, se dirigió a la oficina de su supervisor para intercambiar impresiones de la primera clase y aclarar todas sus dudas. No es fácil comenzar a trabajar en un nuevo lugar y tener que conocer personas que ni siquiera sabes si te van a caer bien.

El director lo recibió sentado frente a su escritorio y lo invitó a tomarse una taza de café:

- ¿Cómo se siente este primer día de clases?

- Qué puedo decirle, estoy un poco confundido por un estudiante

   que tengo matriculado en la clase que acabo de dar.

- ¿Qué sucedió con él?

- El joven no mostró ningún interés; contestó en forma desafiante

  cuando expliqué las lecturas que tenían que hacer.

- No se preocupe tanto, hoy es el primer día, supongo que

  se dará de baja del curso.

Sin embargo, la premonición del director no sucedió porque no era un pitoniso griego y mucho menos, podía compararse con Walter Mercado. El extraño joven se presentó a la siguiente clase con la misma actitud y soberbia. Transcurrió un mes de la llegada del doctor a la universidad y una mañana, entró al salón un joven que le pareció conocido. Y sí lo conocía muy bien, porque había sido su estudiante en otra casa de estudios. Al final de la clase, se reunieron, se abrazaron y hablaron de sus vidas desde la última vez que se habían visto. Fue entonces cuando su exestudiante le informó: “soy un agente encubierto y me matricularon en esta sección porque tú tienes a uno de los bichotes más buscados del país.” La palabra bichote retumbó en sus oídos porque era la primera vez que la escuchaba; ni siquiera sabía qué quería decir.

Ramón, que así se llamaba el joven que había sido matriculado después de un mes de clases, le pidió que actuara tranquilo, para que el bichote no sospechara nada. También le mencionó que ese individuo estaba huyendo de la policía y de personas que lo estaban buscando para asesinarlo. El agente miró hacia las dos puertas de entrada al salón y le indicó: “necesito que cooperes con la policía porque este es un pez gordo que hay que atrapar.” Pez gordo, se cuestionó, ese alumno si pesa 100 libras es mucho, no considero que deba preocuparme por él.

Entonces, sin saber por qué, en una ocasión el doctor decidió confrontarlo al final del curso y con voz firme lo increpó: “por qué vienes armado a mi clase.”  El individuo preguntó: “cómo sabes que vengo armado.” El profesor contestó: “desde la primera clase te observo con detenimiento y tienes un arma en la pierna izquierda.” A lo que el joven seriamente ripostó: “Tienes razón, pero no debes preocuparte porque a ti, ni a ninguno de los compañeros de clase, le va a suceder algo. Solo la uso por protección; andaba en negocios turbios y aunque estoy retirado, me buscan por un ajuste de cuentas.”

El flamante doctor López-Andújar no podía creer aquella confesión que escuchaba. Se sintió mareado. Quedó anonadado con las palabras que seguían vibrando sonoramente en sus oídos. Imaginó que estaba en un confesionario de una iglesia, donde él era el sacerdote, que debía bendecir a ese muchacho, después de confesarlo y mandarlo a rezar tres Padres Nuestros y cinco Ave Marías. A su mente llegaron las palabras de Santiago en el capítulo 5, versículo 16: “Confiésense unos a otros sus pecados y pidan unos por otros para que sanen.” Su discípulo, el Bichote, había cumplido con el octavo mandamiento: “No darás falso testimonio ni mentirás.”

Aunque el profesor quiso dejar la sección, no pudo hacerlo, porque ya había pasado la fecha de los cambios. Sintió que su curso era el laboratorio policiaco imprescindible, para seguir experimentando, y así poder acumular pruebas contra el supuesto mafioso. Por lo menos, la clase solo se reunía dos días a la semana y los otros tres, no tenía que ver al Bichote. Las semanas y los meses transcurrieron; el joven estudiante era el mejor de la clase. Con el pasar del tiempo, surgió una empatía entre el alumno y el profesor; el respeto mutuo fue creciendo. El docente le recomendaba lecturas que él leía sin fallar.

Los martes y jueves, a las 4:00 p.m., se reunían en la oficina del instructor a discutir la lectura sugerida. El Dr. Agustín López-Andújar sabía que en esas reuniones se exponía, pero no podía evitar el esperado encuentro porque el Bichote, era un estudiante brillante, con el que podía hablar e intercambiar ideas. Por otra parte, el agente encubierto le insistía que debía ganarse la confianza del estudiante y sacarle información. No obstante, el doctor no quería meterse en aguas profundas porque le tenía cariño a su estudiante, que no había vuelto armado a su salón.

Llegó el mes de diciembre y con él los exámenes finales; Agustín López-Andújar revisó en un listado, el día y la hora que le habían asignado para el suyo. A la 1:00 p.m., empezaron a llegar los alumnos y ocuparon los asientos. El profesor, como de costumbre, pasó la asistencia llamando en voz alta a cada uno de los allí presentes. Luego, les entregó los exámenes y exclamó: “pueden empezar a contestarlo.” Cuando había pasado una hora, una de las puertas del salón se abrió y un hombre de tez oscura, alto y corpulento, preguntó si allí se encontraba tal estudiante. Por unos segundos, el profesor sintió un frío intenso y sus manos comenzaron a temblar como si tuviera parkinson. Trató de recomponerse, miró al Bichote y salió del salón para hablar con el extraño. Notó que había otro hombre y a los dos le dio las buenas tardes.

Con el corazón en la mano, respondió que los estudiantes estaban contestando su examen final y que tenían que respetarlos. Los dos hombres intercambiaron miradas y le contestaron que estaban de acuerdo con sus reglas, pero que se quedarían en el pasillo. El guapo profesor entró y se sentó sobre el escritorio; sus manos no paraban de temblar porque sabía qué sucedía. Disimuladamente, se acercó al pupitre de Ramón para ponerlo sobre aviso. El agente encubierto le pidió tranquilidad y el doctor pensó: “Cómo carajo este me pide que esté tranquilo, si ya mismo se va a formar un tiroteo. Haber estudiado tanto para morir en un salón de clase no es justo.” El encubierto aseguró: “esos dos hombres nos harán un favor; es bueno que saquen a esa escoria de circulación.”

En algún periódico había leído que, en Colombia, en los ’90, asesinaron profesores y estudiantes acusándolos de terroristas. Pero él era simplemente un recién graduado doctoral que se creía que iba a cambiar el mundo. De pronto, las miradas del sacerdote y el pecador se cruzaron, pero esta vez el Bichote lo miró con tristeza. Entonces, se levantó, recogió sus cosas, le entregó el examen y le pidió perdón sin tutearlo: “Disculpe mi falta de respeto el primer día de clases. Usted no imagina como me ha cambiado la vida. Le agradezco nuestras conversaciones en su oficina; los libros que me recomendaba para leer. Ningún otro profesor se interesó en dialogar conmigo; su clase me encantó y jamás, óigalo bien, jamás podré olvidarlo.”

El Bichote le estrechó la mano y el profesor percibió su miedo. Se miraron como un padre y un hijo, se abrazaron fuertemente y el joven le expresó: “Por favor, nunca se olvidé de mí, necesito que me lo prometa, aunque no piense cumplirlo.” El profesor, con los ojos húmedos le contestó: “Nunca podría olvidarte; fuiste el mejor estudiante que tuve en todo el semestre. Me queda la esperanza de que volveremos a vernos y hablaremos de los libros que estamos leyendo.” La puerta volvió a abrirse y el hombre corpulento movió su cabeza como queriendo decir ya es hora. El Bichote, haciendo un último gesto de cariño, le dijo adiós a su profesor. Salió del salón y por el pasillo fue escoltado por los dos hombres. El Dr. Agustín López-Andújar vio como las tres siluetas se difuminaban a lo lejos. Entró al salón, se sentó sobre el escritorio y en voz baja musitó: “El examen ha terminado.”