Entre los buenos y los malos, entre amos y esclavos, ¿hay diferencia?

Voces Emergentes

Para los Pitagóricos, el número es la esencia de todo. No separan los números de las cosas, sino que las consideran como las cosas mismas. Afirmaban éstos que el mundo está hecho de números. Y que siendo el número la sustancia de todas las cosas, sin él no hay justas proporciones. 

En efecto, como se recoge en las Lecciones sobre la historia de la filosofía I de Hegel: 

“Los números fueron empleados, muchas veces, como expresiones de ideas, lo que de una parte, sugiere la apariencia de cierta profundidad de sentido. Inmediatamente se comprende que se encierra en ellos otro significado del que directamente contienen, aunque ni el que los expresa ni el que se esfuerza en interpretarlos acierten nunca a saber cuál sea ese significado…” (G.W. F. Hegel, Ed. F.C.E. México, 1955, P. 179).

Cabe señalar, sin embargo, que los propios pitagóricos descubrieron que los números no eran capaces de expresarlo todo. (Por ej.: que la proporción entre el cateto y la diagonal de un cuadrado no se puede expresar con números racionales).

Siglos más tarde, Descartes sostendría que aún de las verdades matemáticas debe dudarse, porque podrían constituir un engaño (que atribuía éste, no a un ser mortal, sino a un genio maligno sobrenatural y todopoderoso).

Tal vez, la travesura más aviesa y perversa de ese “genio maligno” consista en pretender equiparar a la cantidad con la cualidad. Salta a la vista que se trata de categorías diferentes: la primera apela a lo cuantitativo, en tanto la segunda, a lo cualitativo (calidad).

El jurista alemán Rudolf Stammler ilustra esto a cabalidad al destacar, que la mayoría y la justicia son conceptos diferentes: 

“Esos dos conceptos (mayoría y justicia) nada tienen que ver uno con el otro. La mayoría dice relación a la categoría de la cantidad; la justicia, en cambio, implica una cierta cualidad. El simple hecho de que muchos proclamen algo o aspiren algo, no quiere decir que ello sea necesariamente justo”. 

Como señala Marcuse en El Hombre unidimensional: “La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los a los esclavos”. (H. Marcuse, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1968, P.29)

Esta realidad irrefutable ha llevado a la doctrina (Jurídico- política) a no dudar cuestionar la validez absoluta del principio de la mayoría, y de fijar límites al mismo.

Así, los valores, los principios, los postulados éticos, los derechos fundamentales, constituirían materia no sujeta a opinión, y por tanto no negociables.

Por otro lado, como el jurista italiano, Norberto Bobbio, ha hecho notar, la regla de la mayoría, como expediente eminentemente técnico, es indiferente a las circunstancias en las cuales se hayan emitido los votos (libremente, por convicción, o por miedo, por fuerza, o por pasión). No aportando una decisión mayoritaria prueba sobre cómo fue tomada, atribuirle a ésta la capacidad de maximizar la libertad o el consenso es otorgarle una virtud que no le pertenece. 

Añade Bobbio, el siguiente comentario, que resulta en extremo pertinente a nuestro caso.

“Entre los límites subjetivos en la aplicación de la regla de mayoría se cuenta el que se deriva de lo que… puede llamarse el ethos de un pueblo: hábitos, costumbres, lengua y tradiciones. Esto se evidencia en el caso de las minorías étnicas que, precisamente en su calidad de minoría, serían las eternas perdedoras si el principio de la mayoría se adoptara rígidamente”. (N.B. Teoría general de la política, Ed. Trotta, S.A., Madrid, 2003, pp. 470-481).

Llegados a este punto, ciertamente no es posible soslayar, que en rigor una Nación es resultado del precipitado de generaciones sucesivas que han coagulado un carácter y una personalidad propia. 

En palabras del Profesor Sánchez Agesta:

“Desde un punto de vista objetivo el pueblo no es parte, ni de la simple suma de ciudadanos o súbditos… sino algo más: una unidad cultural histórica”. (L. S. A., Principios de Teoría Política, Ed, Nacional, Madrid, 1972, P. 127).

Y José Obieta Chalbaud, afirma que el derecho de autodeterminación es un derecho humano colectivo, cuyo sujeto directo e inmediato es el pueblo en cuanto colectividad.

“Es pues el pueblo como tal, y no cada una de las personas que lo constituyen, el que posee el derecho de autodeterminación…” (J. A. O. C., El derecho de autodeterminación de los pueblos, Ed. Universidad de Deusto, Bilbao, 1980, P. 89).

Tomando constancia de lo anterior surge inevitablemente la terrible interrogante: 

¿Cabe a una determinada generación el derecho a disolver una nación? A diferencia de los individuos, las naciones no se suicidan.