Fui a la finca esta mañana
con mi abuela
pa’ recoger café
y sembrar habichuelas,
ver el mamey retollar,
cortar los plátanos y guineos,
sembrar, y algún día ver
lo que se puede cultivar.
Allí llegamos y hablamos
de política, religión,
líderes e interrelación:
Ferré el bembé, Marín no va,
“Mi hijo, cuidao con Rubén –me decía–
y Mari Brás”.
Y me puso a pensar…
Mi abuela y yo
tenemos dos cosas en común:
los dos queremos la libertad.
¿Yo?
¡Yo quiero la libertad!
La libertad de pensar
y elegir mi camino
que mi gente sea libre
y toda la humanidad.
¡Libertad del pensamiento!
Libertad de caminar por el campo
y decir, “¡esto es mío!”
Libertad incondicional y total
sin corporaciones, industrializaciones,
ni asociaciones, sólo la asociación
de una misma sociedad.
Yo quiero la libertad de pueblos:
de los que sufren y lloran
de los que pasan hambre
de los que agonizan
de los que son maltratados.
¿Y mi abuela?
Si usted la viera,
es la changa esa Doña.
Pura, sencilla, leal.
La quiero más que a mi vida,
más que a mi propia persona.
Lo que falte ella lo tiene
y lo que tiene nunca falta,
porque ella es de… ¡caramba! no sé.
¿Ella?
Ella quiere la libertad también,
pero otra clase de libertad.
Ella piensa en la libertad
de Washington y no sé quién.
Mas, no en la de Concepción,
Martí, ni Betances;
Ella está con la democracia,
pero de independencia
de eso no se puede hablar.
“Mucho menos de revolución”, me dice.
Libertad de ser dependientes
de obtener gratis los cupones
mientras la prostitución,
delincuencia, maltratos y prejuicios
en nuestra presencia
se ve a montones.
Mi abuela y yo
no estamos equivocados.
Ella quiere su libertad
y yo la mía.
Yo lucho por la libertad
y ella por la de ella.
Y, aunque, igualmente,
los dos no pensamos…
de la libertad,
mi abuela y yo,
somos dos esclavos.