Amores tormentosos I: Sudores bajo el espejo

Creativo

Observé cada gota de sudor rosado sobre mi vientre. Dudé que fuesen mías. Tampoco pensé que eran de ella. Es frustrante, por más que me esmero a ella le parece mi tendencia a erotizar mis sentimientos. ¿Y los de ella? Se dedicaba a ser complaciente, solo reía y lloraba cuando también yo lo hacía. No siempre fue así. Esta obsesión por ella, así como mi fogosa actividad sexual, se iniciaron desde que me encontré aquel gran espejo en un basurero tras el Hotel Miramar y lo coloqué como dosel sobre la cama. Uno siempre puede ser su mejor amante, le dije y ambas nos reímos. Mis locuras la divertían.

El sudor puede cambiar de color en los momentos menos oportunos. Ahora iba enrojeciéndose, más bien purpureando, quizá coagulando nuestros cuerpos, pero eso no me preocupa, sino su ausencia y esos fragmentos de recuerdos sobre la cama. Los cementerios están llenos de malos amantes, había dicho una amiga antes de matar a su novio y dejar frío su lado de la almohada.

Nuestro sexo duraba toda la noche, acompañadas por la música de la vellonera que nos arrullaba las madrugadas. Nos observábamos desnudas, y hasta convulsionaba con su calor y humedad entre mis muslos, ese vaivén terminaba con el despertador y un bello, pero solitario cuerpo de mujer bajo el espejo.

Inundada de rojo. Sigo sudando, pero ella no está. Sabía que algún día nos abandonaríamos. No medité demasiado sobre ello. Tampoco creo que el hecho de que ambas somos mujeres le preocupara. Era la primera vez para ambas. Fue el espejo, eso ayudó. Anoche antes de amarnos sobre la inmensidad de nuestros cuerpos casi idénticos, nos dimos cuenta de que las cadenas que aguantaban el cristal rechinaban. El deseo pudo más que esa preocupación. Debí repararlo de inmediato, pero cómo pensar en reparaciones mientras sus dedos penetraban mis ansias, si al lamer sus pezones podía encontrar la fuente de la energía universal. Sus manos en mí, las mías conjurando sus orgasmos luego de lactar su guarida, abrazándonos acompasadas en el roce, gimiendo bajo el reflejo clandestino. Hasta quedar rendidas boca a boca, sueño a sueño.

El sudor aumenta, cada vez más enrojecido y se torna espeso, así como la mañana. No es sudor, sino sangre. ¿Dónde está? No la veo, ¿se habrá desprendido de mí?  Nunca estuve ajena a que ella fuese solo un espejismo. Ahora el espejo roto desgarra mi cuerpo, aquí estoy sola. Pronto exangüe, sin ella ni mi reflejo.

(Bocetos de una ciudad silente)