El aprendiz de corrupto

Creativo

“El alma que pecare…esa morirá”

 

Se irguió cuán largo era ante la mirada de admiración de sus hermanos. Le gustaba crear reacciones de asombro y estupor entre los suyos. El primer punto a su favor era su altura.

Su padre siempre decía que en lo alto había salido a su bisabuelo por parte de madre. Su bisabuelo era de extracción inglesa. “Era un hombre alto.”, recordaba su padre de vez en cuando; un anciano jíbaro que se regocijaba cada vez que hacía el comentario. En sus ojos brillaba una luz cuando lo decía. El hecho de que un personaje como aquél hubiera formado parte de sus antepasados, impresionaba hasta lo más profundo el alma colonizada del anciano.

 

“Era alto… ansina como tú Edel.” Edelmiro sentía que su corazón rebosaba de orgullo. Para sus familiares él era la promesa. El Mesías del gremio. El elegido entre doce hijos y más de treinta nietos. También era de los más jóvenes. Sólo había dos hermanas menores después de él, pero ninguna ni tan exitosa, ni tan admirada.

En sus años mozos, Edelmiro había logrado llegar a la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Esa hazaña les había estado negada a sus hermanos mayores. Lydia, la segunda, alcanzó a estudiar en el antiguo Junior College, allá cerca de Río Piedras y luego se colocó como secretaria en el buffete de un abogado en San Juan. Su hermana menor había estudiado sólo unos años atrás en la Universidad Interamericana. De hecho, casi había inaugurado la nueva Inter Metro. Eso, y el hecho de ser la menor y ser más o menos bonita, consiguió que la atención de sus hermanos y sus padres se centraran un poco sobre ella, pero nunca como sobre él.

Él casi se adoraba a sí mismo. De verdad que reconocía su propia excelencia, su gran capacidad, su inteligencia. Llegó a admirarse tanto que cuando se le acercaron para invitarlo a unirse a la política unos años antes, creyó que Dios lo había reservado a él para llegar a ser el portaestandarte de la verdad divina. Él era la contestación de Dios a las oraciones de las ancianitas de su maltratado pueblo. De noche, en su cama, fantaseaba como llegaría a alcanzar el máximo poder de tal forma que lo compararán con el mismísimo Muñoz Marín. Claro que él no promulgaba las ideas del Vate, pero…le reconocía su gran valía y sobre todo su liderazgo. Algún día Edelmiro sería como él.

Quedó de pie ante la concurrencia que constituían cinco de sus hermanos en aquél momento. Esta vez no vestía ninguno de los trajes caros que acostumbraba a usar cuando tenía una cita en el Capitolio, o cuando visitaba la Fortaleza. Tampoco tenía puesta ninguna de las camisas de hilo que usaba cuando iba a su oficina en la alcaldía de su pueblo. Andaba con un simple polo y unos mahones. Pero aún así, estaba consciente de que su sola presencia y su carisma de líder y de hombre exitoso no podía pasar desapercibida ante los ojos impresionados de aquellos pobres jibaritos medio ignorantes que eran la mayoría de sus hermanos.

Después de tanto tiempo sin ver a su familia había decidido hacerle una corta visita, de la misma manera que los dioses griegos de vez en cuando decidían descender del Olimpo a visitar a los hombres y colmarlos de favores. Había llegado de sorpresa en su guagua Sequoia y hablando la mayor parte del tiempo desde su celular. Hoy no tenía escolta. Cansado del trajín político,  había planeado disfrutar un poco de la admiración de sus hermanos y no quería abrumarlos con la presencia de un policía en medio de su reunión familiar. El día de hoy quería conservarse sencillo y disfrutar de una familia a la que apenas veía. No recordaba si la última vez que los había visitado había sido dos o tres años atrás.

“Edel, de veldá que apreciamoh que jayah pasao pol aquí. Eh un honor pa’ nojotroh tenelte pol acá.” Edelmiro sonrió ante la disertación atropellada de su hermano mayor. ¡Que bondades de Dios disfrutaban esos hermanitos suyos, tan simples, tan sencillos, tan…ignorantes…de tener un hombre tan grande como él en su familia!

“ Y sobre to’, que honol, que aún queden hombreh como tú, tan honehtoh, polque mira que en esa políticah ehtah el pillo botao.” Edel sonrió a medias. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Unas pequeñas gotitas de sudor como perlas se asomaron a su frente.

Se despidió y aún pegado al celular bajó del monte en su Sequoia. Hablaba sin prestar atención, miraba sin ver. Cruzaba la carretera con el cañón a lo lejos como paisaje impetuoso, luego el valle a la distancia; sin embargo, estos  parecían no causarle el impacto que un tiempo atrás todavía ejercían sobre su ánimo. Días después, todavía las palabras de su hermano retumbaban en su cabeza: “…hombreh como tu tan honehtoh, polque mira que en esa políticah ehtah el pillo botao…” Notó el primer temblor en su mano derecha y agarrándola con la izquierda trató de detenerlo. “¡Maldita sea mi estampa, pa’ que diablos habré yo ido pa’ llá. No he podido dormir desde que ese maldito jíbaro bruto me dijo eso!”

El día que el jurado federal lo condenó a veinticinco años de prisión concurrentes por corrupción gubernamental, con su dolida familia jíbara como telón de teatro en la parte de atrás de su vida, el temblor se le pasó a la otra mano, y ya no pudo parar más de temblar.