Infantilismos

Creativo

“Cuando yo era niño, hablaba como niño,

pensaba como niño, razonaba como niño;

pero cuando llegué a ser hombre,

dejé las cosas de niño.”

 

Pablo, 1 Corintios 13:11

No existe el adulto que no se sienta en alguna medida impactado por la honestidad de un niño. Y es que los chiquillos, bien sea con sus gestos y expresiones faciales cuando recién nacidos, o con la impertinente simplicidad de sus preguntas y observaciones cuando mayorcitos, abofetean con dulce crueldad la naturaleza engañosa del mundo adulto, continuamente obligándonos a reconsiderar la sociedad que hemos construido y que le ofrecemos como futuro. La presencia de un niño obliga al adulto a reaccionar, a tomar posición, o los adoramos o los resentimos, mas la imparcialidad parece estar vedada en tales situaciones. Es imposible sentarse al lado de un niño y legítimamente continuar como si nada estuviese pasando, pues aún el pretender ignorarlo no es mas que eso, un intento fallido que requiere esfuerzo y que además se revela plenamente en nuestro rostro y ademanes.

La niñez no siempre fue reconocida como tal, y parece ser que no fue hasta finales de la Edad Media que se comenzó, tímidamente, a apreciarla como una etapa especial en la vida de un humano. Excepto en esporádicas ocasiones, los niños eran hasta entonces vistos y tratados simplemente como pequeños adultos.[1] Es evidente que tal transición ha representado progreso, pues en muchos se ha inculcado la indignación y abuso que representa el uso de niños en tareas laborales y militares, además de ofrecer cierta protección contra el posible atropello físico de padres y familiares. Mas pienso que también hemos perdido algo al crear la categoría de niño, pues se les despoja del derecho de ser escuchados con legítima atención y respeto, como quien escucha a un adulto. La metáfora de la maduración es entonces introducida en nuestra cultura, convirtiendo así los pensamientos e ideas del niño en infantilismos que eventualmente deben de ser superados.

Los niños nacen con una belleza natural que nos mueve a quererlos y protegerlos inmediatamente que los vemos. No sentirse de tal manera sería indicio de que algo no está bien con la persona. Esta hermosura irresistible fácilmente se puede ver como una estrategia evolutiva que atrae el cuidado imprescindible que asegura la supervivencia. De otra manera, pereceríamos casi instantáneamente. Y es que un humano al nacer, sencillamente se coloca entre las especies mas indefensas de reino animal. Contrario a los caballos, elefantes, serpientes, y otras decenas de miles de animales, nosotros no poseemos la más mínima capacidad de movernos de un sitio a otro y mucho menos de independientemente procurar alimento en caso de abandono al momento del nacimiento. Excepto por la hermosura que mostramos en nuestra primera apertura de ojos, solo nos queda el llanto como arma. Y este último no está tan desligado de la preciosidad como parecería, pues al escucharlo, los encargados de asegurar la sobrevivencia del recién nacido, corren a calmarlo con el corazón partido, teniendo solo como recompensa la dulzura que provoca el saberse necesitado por la criatura. Como es que tanta incapacidad al principio de nuestras vidas es capaz de asegurarse tanto auxilio, es para mi todavía un misterio de la naturaleza, pues en la adultez, tal estrategia esta destinada a trabajar en muy pocas ocasiones, ya que el mundo de los adultos parece encontrar buenas razones para despreciar y darle de codo al necesitado. El adulto pierde casi todo derecho a la invalidez. Es un peso para la sociedad la cual busca, a veces a escondidas y otras veces con pública arrogancia, deshacerse de tal carga los más pronto posible. El mundo adulto exige capacidad de autosuficiencia, y la ayuda desinteresada que le damos a los niños parece oficialmente concluir con el final de la infancia. Desde este momento en adelante la educación que el adulto se siente responsable de ofrecer a los adolescentes es la de dejarles claro que tienen que comenzar, y pronto, a valerse por ellos mismos.

Como maestros de niños que están entre las edades de 11 y 14, hay algo que es relativamente sencillo de notar entre estos. A la gran mayoría no le gusta atender clases. Por años he interpretado esta situación como una inmadurez, un intento desesperado, mas fútil, de adherirse a una niñez que debe ser de una vez y por todas abandonada. Últimamente, imagino que por haberme convertido en padre, he ido cambiando radicalmente mi posición al respecto. En confirmado con mis hijos como es que un niño nace con una sed incontrolable por entender el mundo que le rodea. El mundo para ellos es un inmenso salón de clases del cual nunca parecen cansarse. Primero se agotan los adultos de constantemente tener que estar alimentando la curiosidad infantil, que los niños de querer saber siempre más. Sin embargo, una vez entra la escuela en la vida de un niño, el aprendizaje se convierte en un deber y la libertad que antes se tenia de explorar según la pasión nos orientara, es tempranamente eliminada en el aula.

Los niños nos ofrecen la posibilidad de una relación pura, libre de escondidas agendas. Nos enseñan como aún cuando se depende totalmente del otro, existe un ofrecimiento total que lo arriesga todo sin el más mínimo cuestionamiento. El rechazo del adulto es entonces la puerta que le abre al niño la entrada al mundo de los mayores. Es siempre la acción del adulto la que introduce la duda, nunca la del niño. La realidad del adolescente es entonces una de trauma en donde se encuentra atrapado entre el abandono forzado de la niñez y la aceptación renuente del mundo adulto. La rebeldía adolescente se convierte en un intento desesperado de revolución personal y social que por estar asediado por dos mundos, uno en el cual poca o ninguna justificación teórica para la acción era requerida y otro, en donde en donde el juicio de valor e intención es constante, se le dificulta la solidez ideológica. El adolescente actúa entonces por instinto, lo cual lo convierte, ante los ojos del adulto que ha dedicado años de vida puliendo razones, en presa fácil. Los adultos simplemente desestiman esta rebeldía declarándola una etapa, y como tal, pasajera.

 

“Dejad a los niños venir a mí,

y no se lo impidáis;

porque de los tales es

el reino de los cielos.”

 

Mateo 19:14

Los niños son los medidores por excelencia de nuestra paciencia. Y es que no existe atajo cuando de estar con niños se trata. La atención que estos requieren también exige tomarse su tiempo. Cualquier intento de nuestra parte de acelerar el proceso inevitablemente invitará un diluvio de frustración en el adulto el cual, para empeorar el ánimo, puede que hasta provoque risa en el chiquillo. Es como si estos calcularan el valor de la atención que se les da en consonancia con la falta de prisa que mostremos. Cuestionan así los niños, con la cláusula impuesta de total y extendida atención, las premuras del presente. Las visitas de cariño momentáneo no tienen cabida en el corazón infantil. Las relaciones humanas, nos ofrecen estos como alternativa, o son profundas y perecederas, o mejor no lo son. La repetición también parece jugar un papel clave en la vida de los niños. Una vez estos descubren un juego, libro, o programa de televisión favorito, tienden a jugarlo, leerlo, o verlo, dependiendo de la actividad, una y otra vez. Es como si una calma se descubriera y experimentara en una especie de mantra, una actividad ritualista que busca una verdadera conexión, un entendimiento y disfrute pleno de lo que se observa, y así nuevamente, en marcado contraste con el mundo veloz y de atención parpadeante de los mayores.

Defraudados por la condición de nuestro mundo actual, y en búsqueda constante por su mejoramiento, los adultos nos encontramos confundidos en nuestra falta de progreso hacia la felicidad, nuestra inhabilidad de crear consenso, y la desastrosa inexistencia de alguna posible referencia histórica que claramente oriente el camino. Frente a tal debacle, oso en proponer una segunda mirada al mundo de los niños y tratar de ver en estos, y en la manera en como son, un posible mensaje. El comportamiento de los recién nacidos, y aún hasta incluyendo los primeros años de vida, depende muy poco de lo aprendido y observado pues apenas comienzan a vivir. El hecho de que exista tal comportamiento tiene que ser el resultado de millones de años de interacción con el medio ambiente, perfeccionamiento, y adaptación a los organismos con los que se encuentra el niño al nacer. Las decisiones finales sobre cual conducta expresar, o las que por lo menos vemos al corriente, deben de representar las mejores posible alternativas y las que mayormente incrementan las oportunidades de sobrevivencia. Algo que es el resultado de tan largo proceso de adaptación debe de ser observado, estudiado, y apreciado como una sólida enseñanza que nos ofrece la naturaleza sobre como hacer las cosas, de tal manera que resulte en la mejor armonía posible con todo lo que nos rodea. Todas nuestras revoluciones y esfuerzos de cambio político buscan, si lo pensamos bien, igualar el mundo de los niños. Un mundo de paz, felicidad, falta casi absoluta de preocupaciones, alegría, juego, amor incondicional, y absoluta confianza en la bondad de los que nos rodean. ¿Utopía? Para nosotros tal vez, pero para nuestros niños, es la única realidad que ellos conocen.

 


[1] Ariès, Philippe, 1962, Centuries of Childhood, A Social History of Family Life. New York, Alfred A. Knopf