Nuevos Espejuelos

Creativo

altAún incrédulo, alzaba la mirada hacia las llamas que uniéndose al espeso y negro humo, claramente dibujaban la despiadada gorgona, regocijada, mientras insaciable devoraba mis libros.

Las obras completas de Aristóteles revivían su suerte Alejandrina, y el Sócrates de Platón era nuevamente víctima de otro insensato sacrificio. Lloraban mis adentros todas las versiones de mis biblias, la Nácar-Colunga, la Reina-Valera, la Latinoamericana, la de Jerusalén, la inglesa King James, y la traducción portuguesa, mientras unidas emprendían su camino hacia las cenizas. Encontré curioso que frente a la catastrófica brasa, pensara en que nunca tuve una traducción al mandarín, y de que debí haber hecho un mayor esfuerzo por adquirir la septuaginta. Bueno, tal vez fue mejor así. Haré entonces de estas el principio y base en la reconstrucción de mi colección.

La alarma sonó a tiempo, y momentáneamente consideré rescatar algunas de mis preciadas joyas. Mas saltando agitado y enmarañado de mi cama de medianoche, e inmediatamente considerando los 7 grados bajo cero que me brindaban las afueras del inclemente invierno bostoniano, abrigo, gorro, guantes, y botas consumieron en su prioridad los tres minutes que rápidamente calculé tenía. Además, ¿por dónde habría empezado si, con mi práctica desnudez, me hubiese parado frente a los tablilleros a rumiar preferencias? Sin duda que me hubiesen consumido la lumbre y sofocado la humareda, petrificado por la indecisión y debatiendo entre salvar el Almagesto de Ptolomeo o la Colección de Cuentos Completos de Borges.

Luego de agarrar los artefactos de protección invernal, y de abanicar el largo abrigo sobre mis hombros, di una segunda mirada a la ardiente biblioteca, y en la desesperación, orientado por ser la única tablilla a la que el fuego aún no alcanzaba, ofrecí un postrero abrazo y metí ambas manos de tal manera que con el brazo izquierdo presionaba los cuatro volúmenes de “The World of Mathematics” de Newman, y con el derecho, el clásico de George Polya, “How to Solve It”. Tal vez unos 20 o 25 libros que como emparedado del mundo de los números, luego se me fueron poco a poco cayendo mientras apresurado bajaba las escaleras. Al abrir la puerta de edificio, el viento helado azotó mi abrigo, que hacía las de hábito franciscano, pues todavía negando la tragedia que se desarrollaba, ensayaba una pequeña sonrisa al pensar que era objeto de la inesperada encarnación de Guillermo de Baskerville. Jugué entonces con la imagen, y mientras zigzagueaba por entre los aterrados vecinos, mire de reojo a lo que en antes fue mi apartamento, y que ahora se disolvía en una gran pira cual si abadía de los Apeninos ligures.

Regresé al siguiente día y enfrenté los escombros. A unos veinte pies de distancia, y todavía se sentía el calor emanando de las ruinas. Como tenía botas de invierno, me acerqué y caminé por sobre los pedazos aún humeantes, produciendo un sonido como de vidrio quebrado. Me sorprendió la desorientación que producen tres pisos colapsados por el fuego. Era casi imposible identificar tanto lugar como pertenencia. Pero fui paciente. Me tomé mi tiempo. El Paraíso de Milton estaba realmente perdido, y el cubano de Lezama también. Todas las estrategias leninista del poder no encontraron que hacer para evitar ser consumidas, y aún Hawking desapareció sin rastro, cual si agujero negro, regresándole el favor, se lo hubiese tragado. Toda la cuentística puertorriqueña encontró un final común, y la teología latinoamericana finalmente sintió la fortaleza del inmortal espíritu de Torquemada, frente al ardor de la moderna hoguera. Freud y Piaget quedaron irreconociblemente fundidos, lo mismo que Chekhov y Beckett, y muy en contra de su voluntad, Rancière y Althusser volvieron a ser uno. Todo este recorrido lo tuve que hacer con el recuerdo, ya que no hay nada mas débil que el papel ante el ardor de las llamas. ¿Tendré entonces que regresar al mundo pré-homérico y depender de la memoria?

Cabizbajo por la nostalgia, di la vuelta y me alejé de aquel personal 10 de mayo alemán. Pateé duro en el suelo y sacudí las cenizas de mis botas. Aún mirando hacia abajo, aproveché, y poniendo la mano dentro del bolsillo derecho de mi pantalón, saqué mi iPhone para confirmar que todavía estaban allí. No me fallaron, pues regocijado vi a Parménides, Spinoza, Kant, Nietzsche, y a Foucault, los cuales plácidamente, y junto a los otros 3,627 textos que había bajado del Internet, aseguraban la continuidad de mi aventura intelectual. Apresuré entonces el paso, pues ya había perdido demasiado tiempo, y eran casi las dos. Hoy si que no quería perder mi cita para los espejuelos.