El Escritor

Creativo

altDemasiadas eran las voces. Y en estos últimos días parecían haber conspirado para hablar al unísono. Hacían esto de vez en cuando. No era la primera vez. Mas pensé que no debería quejarme. Después de todo, los egguns estaban aquí porque yo los había llamado, y era yo el único responsable de haberlos invitado, alimentándolos con las letras de todo aquello que me pareciera pertinente explorar, lo cual era, a fin de cuentas, todo. Dicen que leer es como abrir las puertas de diferentes mundos. No podían tener más razón los elaboradores de tal sentencia, pues era aquí, muy dentro de mi cabeza, donde la voces que se escapaban por las engrandecidas salidas de todos esos mundos decidían tener su congreso.

Al principio llegaban una a una, y todo era placentero. La sabiduría y los innovadores puntos de vista que cada una portaba, hacían las de bálsamo que aliviaba los dolores y penas de un presente superficial. Un tónico rejuvenecedor que estimulaba la circulación y alertaba los sentidos. Pero parece que entre ellas se dispersó el rumor, y según pasaban los días, el arribo de las voces iba aumentando de manera exponencial. Venían de todas partes y no sabía ya que hacer, pues lo que comenzó con la vivificante posibilidad de un novedoso camino por indagar, era ahora una plétora de innumerable posibilidades, todas plausibles, pero que, por lo menos de entrada, parecían contradecirse. Y digo de entrada, pues en lo profundo sospechaba que no eran más que diferentes versiones de una misma existencia, ángulos alternos que, estudiándose con detenimiento, mostrarían ser un conjunto de ideas complementarias, o a lo menos, confirmación de la multiplicidad de viables universos interpretativos a los cuales ya me había acostumbrado a aceptar que existían. Que era entonces la realidad sino la idea que decidíamos aceptar en tal o cual momento, haciendo válida cualquier selección.

Eran estas voces, a fin de cuentas, fantasmas decentes, bien intencionadas. Solo querían aclararme diferentes eventualidades, y por lo tanto no las resentía. Tampoco me pesaba el escucharlas una y otra vez, pues era necesario, si bien se querían entender. Pero sí carcome el alma la angustia de tener que decidir a cual de ellas le iba a prestar atención primero, aunque fuese por un breve momento, pues sabía que en un futuro no muy lejano, la elegida sería también cuestionada y negada del entusiasmo que otra noción del universo, también con mi apoyo, se adjudicaría para sí.

Todas traían consigo su propio mapa, sus únicas y particulares coordenadas. Si acaso, algunas de estas cartas geográficas y náuticas eran más interesantes que otras por estar solo parcial y tentativamente logradas. Se me ocurría que sus creadores habían hecho esto a propósito, como si queriendo darme algo que hacer, proyectos por completar. Pensaba entonces en los iniciales mapas del Atlántico, con sus dragones ultramarinos que sustituían el desconocimiento de los límites por una imaginación que, aunque dudosa, era preferida al vacío del abismo.

Batallaba las voces, pero no con la intención de liquidarlas. Tan solo quería mantenerlas a distancia, poder controlarlas, quizás darle un poco de orden al caos. Era el resultado de tener el tiempo limitado. Las hubiese querido escuchar a todas, y temo que de alguna manera así lo expresé, de otra forma tal vez no hubiesen venido al mismo tiempo. Me siento entonces frente al teclado y trato de darle a cada una su lugar. Mas me veo obligado a escoger, postergar, decidir, desechar, y no es fácil.

Apoyaba mi cabeza con las manos, los codos sobre la mesa. Me masajeaba las sienes, me rascaba la barba. Rodeado por mis libreros, consideraba la urgencia de procesar y exorcizar, organizando todos los espíritus que desde estos saltaban con sus ruidos. Sentía en mi nuca el calor del aliento del primate salvaje, que desde el África prehistórica anticipaba la simétrica de las pirámides en su gruñir. Vibraban mis adentros con la energía del culto órfico, que desde la antigua Tracia presagiaba las explicaciones de Anaxágoras y la paz de Adriano en su mare nostrum. Me rondaba el espectro de Pablo, urgido a su vez por los susurros del crucificado, mientras las categorías kantianas me impedían el avance, a menos que las dominara. Juguetón se burlaba Wittgenstein de todo, mientras el pozo inagotable cavado por Russell, se desbordaba en continuos chubascos de simbolismos lógico-matemáticos sobre mis espaldas. Danzaba Arendt a mi alrededor, retándome a sumergirme en las aguas de su excepcional pensamiento, mientras Woolf la observaba curiosa desde una esquina, en cuclillas, lápiz en mano y libreta en falda.

Tuve que rendirme a las voces fantasmales. Mas la derrota fue aparente, pues era en la aceptación de este tumulto de ideas ajenas, tanto lejanas como contemporáneas, donde la mía surgía. Solo tenía que ser paciente. Afinar el oído y el corazón, y aprender a reconocer el momento en que se encendía la chispa, ese pedacito de idea propia, casi imperceptible, que cuando cultivada, terminaba creando un nuevo universo.

Escribía. Y con ello intentaba mi momento de inmortal levitación. Aquel en donde, si la fortuna me sonreía, uniría mi voz al coro que atormentará, para su propio beneficio, al próximo que se atreva a abrir las puertas de nuestros mundo.