Amo y Esclava

Creativo

altDaniel Nina

A esas negras cimarronas, a quienes quiero tanto:
Marie Ramos, Yvonne Denis, Yolanda Arroyo

Cuando, Lucrecia lo miró a los ojos, comprendió lo que acababa decir. “Negra, aunque seas mi esclava más deseada, amada, si no me pares un muchacho, te voy a vender”. Así, con su poca libertad, pero con mucha dignidad, ella miró por última vez con ojos de cortesía a su Amo, y desde lo profundo de su ser sintió que la próxima vez que éste la ofendiera de palabra, habría de terminar con la vida de él. 

En la Hacienda Soledad la vida transcurría normalmente con poca novedad.  Era una hacienda pequeña en la cual convivían unos 20 esclavos de producción, unos diez jornaleros que servían de mayorales y capataces, y cuatro esclavas de fundo, las cuales cumplían las funciones de ayudar a la señora de la casa, Doña María Soledad.  Lucrecia era la que servía la comida y preparaba los cuartos del señor hacendado, don Luis, su esposa y los tres hijos varones de 8, 9 y 11 años que entre ambos tenían.

Don Luis le había puesto atención a Lucrecia, una joven esclava, de apenas 15 años, la cual había nacido en su propia hacienda, y él la había visto nacer y crecer.  También la vio hacerse su “mujer-esclava” como él mismo le llamaba cuando la inducía, desde los 13 años de ella, a satisfacer algunos de los favores o sueños sexuales que él tenía.   
Ese término, el de mujer-esclava, era uno que a ella le había tardado un tiempo entender.  El de esclava era su única condición de vida.  Pero el de mujer, dicho de la forma en que Don Luis lo entonaba, era un asunto difícil de entender.  Sobre todo que era la forma en que él la intentaba seducir para luego fornicar con ella.

A eso le había prestado Lucrecia mucha atención.  Por un lado ella reconocía su situación de esclava.  Pero por otro lado, no podía entender porque Don Luis quería convertirla a ella en su esposa.  Esa parte era una no entendible para ella.  Sobre todo que sentía que la ponía en la misma condición de María Soledad.  Le impresionaba a ella, que Don Luis pudiera tener a dos mujeres a las cuales les podía nombrar como “su mujer”. 

Lo que ella se preguntaba, en función de lo que había visto, era que la mujer era la más importante de la hacienda.  Por eso María Soledad podía pedir y disponer a sus anchas, pues en todo caso era ella la que tenía el único estatus de “mujer”.  Pero para la propia Lucrecia, lo veía, aún sin entenderlo por su temprana edad, que era una oportunidad para mejorar su situación social, de esclava,  económica, ser pobre.  Ella, como las otras tres esclavas de fundo, las cuales eran mucho mayor que ella en edad, tendría que pasar por este complicado ritual de la Hacienda Soledad. Sabía que don Luis lo que quería era tenerla, mantenerla como su mujer, y que le pariera un hijo.  Pero se preguntaba si a su vez éste deseaba darle ciertos poderes.  Ser “parte” de los bienes de Don Luis, en lo que le provocaba mucho interés.  ¿Le permitiría mejorar su situación en la hacienda?

Lucrecia tenía dudas. Sobre todo que Tati, Marielena y Carmen, las otras tres esclavas de fundo, ya le habían dado uno o dos niños a don Luis, y este mientras las tuvo de mujer las trató bien, pero cuando las soltó las volvió a su punto de origen: a ser esclavas en la Hacienda Soledad. Por estas experiencias previas, Lucrecia no tenía mucha fe en lo que habría de pasar estando cerca de don Luis.

Fue en ese proceso de reflexión que se le metió en la cabeza matar a don Luis.  “Si no me hace suya pá darme la libertad, pues entonces no puede vivir”, así le comentaba Lucrecia a Tati, mientras lavaban la ropa de cama en el rio. Tati la miraba y suspiraba tal si le tuviese compasión, y tan sólo le contestaba, “ay mi niña Lucrecia, no confíe nunca en el hombre blanco.  Él no quiere na´ con usted que no sea calentarla. No le haga caso, disfrútelo y luego lo suelta usted a él”.  Lucrecia miraba a Tati quien a sus 42 años, parecía una anciana de 100. 

Pero los días pasaban en la hacienda, y Lucrecia no escuchaba mucho de la libertad.  Solo sabía de don Luis cuando éste pasaba luego del desayuno a inspeccionar como Lucrecia recogía los cuartos, y luego del último encuentro íntimo, le preguntaba cada día si le daría un muchacho. Lucrecia con mucha dignidad lo negaba con su cabeza.  Pensaba en los muchachos de Tati, Marielena y Carmen, a los cuales veía jugar en el patio como buenos niños esclavos.  Pensaba que María Soledad, la mujer de don Luis, haría siempre lo imposible porque dichos hijos bastardos se criaran como lo que eran: esclavos.

La próxima vez que don Luis pasó por los cuartos luego del desayuno, Lucrecia limpiaba el cuarto de José Ramón, el hijito más pequeño del amo Don Luis.  Cuando éste entró al cuarto a preguntarle si le habría de dar un muchacho, Lucrecia fue rápida de palabra y le contestó “mi Amo, aún no.  Pero si me coge hoy, le prometo que el mes que viene le encargo un muchacho.  

No hizo más que escuchar las palabras de Lucrecia, don Luis se fue en dirección a su cuarto matrimonial, y dio media vuelta y se internó en el cuarto de su hijo menor donde se encontraba la mucama, la esclava Lucrecia. En ese momento le desgarró el uniforme blanco que utilizaba en la casa y la tumbó contra la cama de su hijo.  Allí, luego de haberle abiertos las piernas a la atormentada Lucrecia, comenzó a balbucearle en el oído unas ideas locas.  “Dime”; le decía don Luis al oído de Lucrecia, “dime que soy tu amo, dime que soy tu amo, tu amo, tu amo”.  Lucrecia, lo escuchaba mientras el contorsionaba su cuerpo contra el de ella, en un movimiento semi apresurado para un hombre considerado mayor a los 57 años.  Lucrecia cerraba sus labios y no emitía palabra alguna, pero la presión sobre su pequeño cuerpo, del pasado cuerpo, voz y presencia de don Luis, la forzaron a hablar para sacárselo de encima.

“Te amo”, le contestó Lucrecia un tanto atolondrada por esta sesión intima en medio de la cama del hijo menor de don Luis.  Este se detuvo y la miró con ojos de desprecio. Aunque, su momento fue mucho más lento que la reacción visceral de Lucrecia, quien en medio del ajetreo y movimiento, sacó un cuchillo que llevaba siempre en su delantal para asistirla en la limpieza, y con un movimiento rápido de manos degolló a don Luis. 

Mientras su cuerpo se iba desangrando, este le imploraba a ella por qué lo había hecho.  Ella tan sólo lo miraba con ojos de desprecio total.  Le contestó con voz muy calmada mientras lo veía morirse.

“Tu amo y yo esclava….. Liberta”.