Pasto Celestial

Creativo

Disfrutaba predecir donde crecería la mejor yerba. Excelente ejercicio mental que luego de más de dos años pastando en las mismas 40 hectáreas, había perfeccionado observando ciclos climatológicos y patrones meteorológicos. Esta gimnasia intelectual ayudaba a sacar ventaja sobre la mayoría de mis compañeras, pues así sabía hacia donde dirigirme cuando los humanos abrían los portones en las mañanas.

Me provocaban gran compasión estos animales. Siempre encontré abusivo que se les confinara a tareas simples y rutinarias. Sospechaba que dándoles la oportunidad de hacer algo más allá de abrir y cerrar portones, serían capaces hasta de desarrollar criterio propio. Era una idea un tanto descabellada, pensaban mis compañeras, pero había algo debajo de ese rostro sobrio que cargaban estos hombres, que me hacía sospechar la existencia de una posible chispa, un brillo profundamente escondido detrás de esos ojos que miraban sin observar.

Cotidianamente se congregaban tras las vallas que marcaban los límites entre aquel inmenso terreno y la pequeña villa que lo rodeaba. Mascaban como nosotras sus yerbas preferidas, y algunas veces, aunque brevemente, emitían sonidos sincopados, que a juzgar por la forma en que por momentos volteaban sus cabezas y mutuamente se miraban, daba la extraña sensación de que se comunicaban.

Desde la noche anterior ya había determinado que el mejor lugar para rumiar la más exquisita de todas las gramas que el prado tenía para ofrecer, era una pequeña colina en el extremo noreste de la propiedad. Sabía exactamente hacia donde dirigirme, y orientado por el matutino sol, siempre a la derecha de los portones, emprendí mi camino. Inicialmente fui sigilosa, pues no era la única vaca con cerebro en la manada, y hoy no me sentía con ánimo de compartir el jugoso herbaje.

Me dejaron sola. Mucho del ganado que aventuró esta parte de la propiedad quedó en la falda de la colina que dominaba cual celosa centinela. Conocía bien el porque de la apatía. Decidí correr el riesgo. Mi puesto de observadora era a la vez observado por los toros ubicados en las peladas colinas de mayor altura, donde la fuerza del libido les hacía olvidarse de la comida.

Fue cuestión de tiempo, pues la suave brisa que soplaba en su dirección, azotó el hocico de los toros con el aroma inconfundible de fertilidad que los labios de mi vulva despedían. El retumbar del suelo, confirmado por el humeante polvorín que a lo lejos se divisaba, fue la señal que hizo al resto de mis compañeras dispersarse. Mas yo, coqueta y cachonda, me viré y alcé mi rabo hacia la varonil estampida.

Muy cerca, y recostados de la cerca cual rutinarios autómatas, los humanos miraban. No pude evitar observarlos, y con la lástima que siempre me provocaban, pensé que podría alegrarles un poco la vida, si lograba mostrarles las salvajes exquisiteces que dos cuerpos con vida y sin pudor eran capaces de compartir. El empuje del fiero animal que formaba la punta de lanza de aquella despavorida carrera de toros, me vapuleó las caderas con tanta fuerza, que del salto fuimos a dar a la verja.

La sangre brotaba a borbotones por el punto donde uno de los maderos de la cerca atravesaba mi cuello cual jabalina olímpica. El dolor se trasformaba en cosquilleo erótico que electrificaba todos mis sentidos, mientras aquel forzudo vacuno inseminaba mis entrañas con un bovino que nunca verá la luz del día. Tampoco yo veré el sol del día siguiente, y me alegro. No era tan ingenua como los humanos pensaban. No seré nunca víctima de sus prehistóricas costumbres, y parto en mis propios y libremente escogidos términos. Como ser de superior evolución, y sin resentimientos, les regalo una enseñanza.

Con mis ojos más abiertos de lo normal, encadené mi mirada con la de aquel ser que parado frente a la cerca permanecía como congelado en la incredulidad. Solo tomó segundos, pero pude ver en su adentros la incomprensión que experimentaba al discernir deleite en lugar del esperado sufrimiento. Se iba apagando la luz de mis pupilas, mas tras el telón podía sentir el gusto en mi boca, repleta del más celestial de todos los pastos, mientras a la vez temblaba de placer en un eterno coito que aún insiste en permanecer inalcanzable para el entendimiento humano.