En busca de la soberanía

Cultura


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El uso del término Estado para nombrar la organización política fundamental de la sociedad es en realidad de cuño reciente. Aunque en el pensamiento político occidental el concepto de ciudad-estado era de tráfico común desde los clásicos griegos, es en el siglo XVI que la palabra adquiere su moderno significado. Más precisamente, no es hasta el Renacimiento italiano en que en su obra, Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, Maquiavelo considera metódicamente los objetivos del Estado.

Basándose principalmente en la experiencia de la pequeña republica de Florencia, éste la da forma como ciencia al estudio de la intrincada relación entre el respeto a la ley y las necesidades del poder. Es en este perenne conflicto que encontraremos la veta madre del problema de la nación puertorriqueña.

La característica esencial del Estado es la soberanía. Se trata por definición de un atributo indivisible. Se tiene o no se tiene soberanía, sin que quepan estadios intermedios. La soberanía es la potestad concedida al gobierno del Estado para mandar su destino. Muy pronto se percatan los ciudadanos de un territorio que su nación no está organizada como un Estado, cuando observan que las decisiones importantes sobre asuntos que les afectan, las toman otros. El gobierno que “democráticamente” eligen en las urnas, más que impotente, es un eunuco político. Esta limitación de los poderes garantizados por su ordenamiento implica el predominio “del otro” en detrimento de sus particulares intereses. De ahí que el rescate de la soberanía es un derecho humano inalienable.

El extraño caso de Puerto Rico consiste en que los habitantes de la colonia rechazan demandar la soberanía a su metrópoli. Esto obedece a un imperativo existencial. Estamos convencidos de que sin el invasor nos moriremos de hambre. De que somos incapaces de insertarnos en el concierto de las naciones creando un nicho productivo propio. No sólo se nos ha persuadido de que no podemos  sobrevivir exportando nuestros bienes y servicios. También se nos ha inducido a creer que tenemos una incapacidad congénita para dirigir nuestras finanzas, hacienda pública y gobierno. No es necesario derramar más tinta para probar lo obvio. Las mentes de gigantes ya han explorado hasta la saciedad el origen de estos mitos y las razones que permiten su persistencia. Mucho menos se ha escrito sobre las paradojas que arrojan los argumentos que los sostienen sin ser atendidas.

La primera consiste en limitar las alternativas del ejercicio de la soberanía a unas cuantas relaciones afectivas. La anexión a los Estados Unidos está llena de obstáculos económicos y culturales. ¿Por qué no estudiar ser un county de Florida? Elegiríamos representantes a los foros legislativos y gubernativos estatales, amén del Congreso y Senado. La independencia es rechazada, víctima de la persecución y el discrimen. ¿Dónde ha quedado el sueño Hostosiano de la Federación Antillana? Cuba, República Dominicana y Puerto Rico podrían ser una república formidable y cada una retener autonomía en asuntos medulares. La ubicación de la Capital es lo de menos. Cualquiera de nuestras ciudades primadas, sería más simpática que Washington, D.C.

Y así por el estilo, existen otras alternativas soberanas. ¿Es posible negociar nuestro reingreso a España como una Comunidad Autónoma? No sería un experimento inédito en la Unión Europea. ¿Por qué no una Libre Asociación con Venezuela? Sería la culminación de una trayectoria Bolivariana de gran estirpe. Después de todo, se trata de la emigración más frondosa a estas costas, hasta el arribo de nuestros primos desde las Islas Canarias. La mera consideración de estas opciones, abriría un debate largamente estancado. Atreverse a pensar, es comenzar a liberarse.