Gritar ¡Auch! contra el miedo

Cultura

https://dl-web.dropbox.com/get/fotos%20arte/1618661_492400124198476_360244317_n.jpg?_subject_uid=14388426&w=AACqWiSOhTux9A2RpRlArQSD5gzgfkEwdtgukRrwEzcRWADurante el pasado Circo Fest- evento que propone representaciones teatrales y circenses en espacios no convencionales o de calle- el reconocido colectivo puertorriqueño Agua, sol y sereno, estrenó  Auch. La pieza también se presentó recientemente en el Festival de Apoyo a Claridad. Esta nueva propuesta combina el clown, la estética del teatro callejero, y el propio entrenamiento que ASYS ha desarrollado en sus veinte años de existencia.  Además, contaron con la experiencia y colaboración de Luis Oliva: maestro, mimo, teatrero y cirquero de larga data que, con iniciativas como Circolo,  es un referente esencial para el arte escénico en la isla. Auch! ha ido creciendo desde las improvisaciones básicas, bajo la supervisión de su director Pedro Adorno, y el “training” de Oliva. La obra es fiel a la poética que caracteriza el trabajo de Agua, sol y sereno: exploratoria en torno a diversas formas expresivas; creación colectiva; propósito de integrar lo comunitario y lo artístico para indagar en temas acuciantes desde lo político-social; carácter mutable, en una especie de “beta permanente”, donde el proyecto inicial se transforma en función del escenario, tipo de espectadores, o el contexto enunciativo.

La dinámica de creación al interior del grupo y sus integrantes, y el modo en que se va construyendo la puesta en escena, son aspectos fundamentales de cualquier proceso artístico; sin embargo, comúnmente quedan soslayados por el lucimiento de la representación, el producto final. Auch, en contraste, no se agota en el espectáculo sino que descansa en los vínculos laborales y humanos de sus creadores, y cómo esa vivencia se traduce luego en una relación estrechisima con su público. Por tal motivo, las siguientes notas reflejan las fases de cimentación de una obra teatral  y a la vez el privilegio de experimentarlas en la bienhechora compañía de los miembros de Agua, sol y sereno.


 Notas del ensayo.

La actriz se revela; después de una dubitación respetuosa, rompe en argumentaciones sobre el hecho de no entender la necesidad de mostrar un pedazo de piel en escena. El director la confronta con una sonrisa: le explica que es suya la decisión, y será aceptada por todos siempre y cuando no dependa de ese constructo elucubrado para escudar su resistencia. Ella riposta y acepta que es disciplinada: “si el cesto está ahí, nunca boto el papel en el suelo; yo sigo las reglas”. Su metáfora aplica al proceso teatral. Como actriz, entrenada en un sistema de trabajo muy específico, necesita una norma, pautas, ¿órdenes? Él responde que ése no es su estilo: “no me interesa restringir, coartar tu creatividad, sin que encuentres tú el mejor camino; siempre ha sido así entre nosotros y tu resistencia es bienvenida. ¡Bienvenida tú misma, como la actriz maravillosa que eres!”.


https://dl-web.dropbox.com/get/fotos%20arte/1517526_492399937531828_1285271789_n.jpg?_subject_uid=14388426&w=AAA4ii78KWv6Zv-nk80smFSGcnmbQCUkAce1Z4AHY4PsygLas risas nerviosas de un grupo de actores próximos al estreno de su nueva pieza teatral, revelan la fragilidad humana. Hay mucha ternura en la contradicción de esos seres que eligen exponerse, tirarse al medio en este mundo cada vez más pendiente a las apariencias, pero a la vez se aterrorizan cada vez que salen a escena. En algún momento de la historia teatral reciente, inmersa en la crisis de la representación, las artes escénicas fueron valuadas a la luz de otros procedimientos que supuestamente aportaban mayor verismo al acto “convivial” de actuante y observador: coserse la boca; defecar en proscenio; despedazar la langosta frente a un público horrorizado por el crimen cometido con el animalito, cuando a unas fronteras de distancia caen las bombas. Cada proceso ha sido legítimo y no porque se “vale todo en el sándwich de salchicha”[1], sino  específicamente por los hallazgos de los creadores en la búsqueda de sentido a lo que hacen- como forma de vida- y lo que proyectan o comunican- como discurso escénico-. Estas tensiones entre lo sagrado y lo mortal (parafraseando a Peter Brook) se han expresado en términos conceptuales desde extremos semánticamente establecidos: teatro tradicional, happening, performance, arte-vida; así podríamos seguir en el eterno acto de definirnos a la hora de  expresar los sentimientos humanos y participar en esta comunidad-aldea global desde nuestro papel como teatristas. Pero lo sagrado, la verdad teatral tan buscada en el terreno de lo estético, lo técnico, o el “producto escénico final”, tiene su origen en esa risa nerviosa, ese compromiso de  crear desde cero, en la soledad del colectivo pero con la conciencia de que la obra es común y será compartida con una comunidad aún mayor.

Hablamos de “soledad compartida” porque la única pauta que tiene el grupo de jóvenes actores es la creación de un personaje que, en un inicio, se basará en las técnicas del clown. Como personaje estereotípico, cada caracterización debe explotar el recurso de la metonimia: el todo por la parte, la concentración de rasgos que nos remitan a un concepto general. La consigna original de trabajo fue que las improvisaciones se fundará en los pecados capitales, pero después el espectro se fue abriendo hacia miedos, fobias. Los personajes tipos que van surgiendo conservan la característica de desnaturalizar la imagen individualizada del actor mediante las vestimentas extravagantes, el maquillaje, y la presencia escénica. Sin embargo, la tradicional nariz roja muta hacia otra máscara igual de pequeña, pero cargada de nuevos significados: son tapas de envases plásticos, reutilización de lo cotidiano, referencia al desecho, la chatarra que consumimos y nos consume. La nariz-tapa sugiere la vía por la que entra o sale  contenido. Y esta visión de los personajes como continente (de miedos, fobias, prejuicios, bajezas o bellezas, en fin, todo lo humano) ofrece una metáfora sólida a partir de la que construir el argumento.

Otro elemento fundamental para la caracterización es el vestuario sin colores, sólo en blanco y negro. Si bien hay antecedentes en la práctica clownesca, como el  “Tony”,  popularizado por el payaso inglés Tony Grice, la neutralidad de lo tradicionalmente expresivo se vuelve expresión en sí mismo: estos payasos no nos seducirán con los colores del trópico,  la imagen reiterada, folclorista y estática. De este modo, la pauta de vestuario se acerca más al  August, uno de los tipos de clown que representa al payasito solitario, quizás marginado social. Veremos cómo sus caracterizaciones  también tienden a ser distantes. Se expresan mediante monólogos que componen la puesta en escena, pero cada uno es un universo. Sus individualidades emulan probablemente la de Charlot,   pero nuestros clowns boricuas han perdido la comicidad, la ternura, incluso la posibilidad de comunicar. Tanto han perdido, que hasta sus esencias clownescas van desintegrándose. La imagen que muestran es la de un raro animal hocicudo; enlutado animal que habla desde el absurdo de la incomunicación, como ya una vez lo hicieran sus hermanos Estragón y  Vladimir, Pozzo y Lucky, sólo que ellos saben que Godot[2] ya no vendrá.

A primera vista, esta obra podría sonar al canto apocalíptico de la chatarra, el fin de la esperanza, el hueco negro en el que se ha ido convirtiendo este mundo. Parecería que esos payasos- capitales, pecados boricua-universales, son los emisarios de las llamas de fuego que masoquistamente añoran los fanáticos religiosos(o políticos, que da igual). Nada más lejos de la verdad. Saber que nadie vendrá,  que depende de ti, y que aún de forma dolorosamente incoherente te atreves a pararte por tus propios pies, es la única manera de darle color al más sombrío de los panoramas. Y es ahí donde habita también la “Coulrofobia”, la incomodidad o temor hacia el personaje,  la fobia a los payasos; horripilación  que no tiene que ver necesariamente con su apariencia o gestos imprevisibles, sino con lo que representan. Es su actitud de “easy riders”, la valentía de preguntar: “Quién no ha tenido miedo en este país”. Así emplazan al público, y la obligatoriedad de la contesta igualmente origina repulsión, sospechas. Ya bien lo definieron otros dos caracteres entrañables, a la luz de una fogata en aquella película sesentera:

 -¿Sabes?, este solía ser un país maravilloso; no puedo entender qué le ha sucedido.

- Todo el mundo se ha vuelto cobarde, eso es lo que pasó (…) tienen miedo.

-No te temen a ti, les asusta lo que representas para ellos.

-Lo único que representamos es alguien que necesita un corte de pelo.

-No, no; lo que representas para ellos es libertad.

-Qué tiene de malo ser libre. De eso se trata todo.

-Claro que de eso se trata. Pero hablar de ello y serlo son dos cosas distintas. Es muy difícil ser libre cuando te compran y te venden en el mercado. Pero no vayas a decirle a nadie que no es libre porque son capaces de matarte o lastimarte para probarte que sí lo son. Oh, sí, te hablarán y te hablarán de libertad individual. Pero si ven a un individuo libre se asustan.

-Pero no salen corriendo.

-No. Se vuelven peligrosos.[3]


Y encarar tal peligro, rebasar la actitud “selfie” de vernos lindos, agradables e impolutos, para hacer una- o media- pregunta pertinente, es lo que nos salva de lo mortal. Eso lo intuyen los jóvenes actores que han hecho un alto en la obnubilación de cosechar “likes” en Facebook y amigos de mentirita, porque su intención es la de comunicarse con al menos un poco de verdad auténtica el día de la representación.  Por eso apuestan a dejarse la piel en el escenario o la calle, porque ya no se trata de teatro mortal o sagrado, sino de encarar de un modo consciente lo que también podría ser una “vida mortal”. Es tan tierna la contradicción del miedo escénico cuando se es actor, e ingenua. ¿Acaso no hay contradicciones mayores? Acabamos de apuntar una: lo mortal; algo que en el teatro se evita logrando una interpretación ausente de poses, libre de falsedades, sin fingimientos. Según Peter Brook, generando que  “lo invisible sea hecho visible”[4]. Es ir más allá de lo trillado, explorar con valor una posibilidad de salvación, como nos recomienda Grotowski[5].

A estas alturas podríamos confundirnos acerca de si hablamos de teatro o vida. Inmersos en este circo, no nos queda otra sino autoerigirnos protagonistas, tratar de escribir al menos algunas líneas del libreto que otros pretenden destinarnos. Por su parte, los teatreros van cerrando el ensayo y la discusión. El director se abre un poco la camisa, descubre su ombligo, le hace un guiño a la actriz. Ella capta el chiste y se sosiega. Por qué avergonzarse de enseñar un pedazo de piel, si es el mismo pellejo que está dispuesta a poner en juego, dejar en la pista, arriesgar para- ¡vaya paradoja!- salvarse de todo lo mortal que nos rodea.


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 La obra de Thornton Wilder juguetea con la forma en que se ha ido manifestando nuestra historia; robémosle el título por el momento.  El pueblo-circo, como metáfora social, puede apelar a la identificación de un público que se siente en medio de ese espectáculo -Casellas, Bonos, criminalidad mediática- que a la vez es internacional. Estamos envueltos en una cultura del miedo: ya sea a la crisis, China, la energía atómica iraní, el cambio climático, la no aparición del monstruo del lago Ness en 80 años… Pero a la vez nos negamos a reconocer el sentimiento. Esa es la carta de esta obra: el juego “psicomágico”, el acto catártico de confrontar a la gente con su inconsciente, pero haciéndolo desde el estereotipo de un payaso que se supone cómico, inocuo, feliz. ¿Por eso el uso de la técnica de clown?

Parir una obra teatral desde cero, en un proceso de improvisación, reescritura y creación colectiva, es un acto sabrosamente peligroso. Por un lado, deviene la forma más democrática del arte, la salsa gorda que se cuece como el paso mejor hacia el ideal social pretendido (Pero ni me voy a meter en esto. Pregúntenle a Ángel quintero Rivera, o a Rancière, si se los encuentran por ahí). El caso es que resulta bello cómo se va armando una estructura posible, mutan los personajes, se sedimenta lo que hasta ayer fueran certezas y sobre esos hallazgos nacen nuevos significados. Y el riesgo está  “jungueanamente” ahí: notemos cómo se rescata una serie de arquetipos. Está el pueblo como sentido de colectividad; la aldea, el adentro-afuera de un espacio identitario. Tenemos lo real- maravilloso de unos personajes símbolos, un contexto igualmente simbólico. Por último, ese simbolismo  nos remite al doble sentido, la poesía de un Arístides Vargas, la “multitemporalidad” donde todo cabe siempre que ese “todo” subsista en nuestro inconsciente colectivo. Pero moldear dicha materia es un acto de trabajo sutil, perspicaz, para que las situaciones o personajes tipificados no deriven en lugares comunes.

Hasta ahora se cuenta con nueve caracteres: dos padres y su hija; el dueño del pueblo; una chica entre perturbada e ingenua; dos vecinas chismosas; un par de maestros de ceremonias que, arquetípicamente, representarían la tragedia y la comedia, o la risa y el llanto. El malo de la historia, como propietario de todo, pretende adquirir lo único que queda impoluto, puro: la niña. Existen varias fábulas y cuentos infantiles que, por su trascendencia, prueban la eficacia de esta fórmula (ahora recuerdo a Momo, de Michael Ende, por ejemplo) Entonces habría que definir la relación entre los personajes y establecer una especie de argumento. Podemos prever dos posibilidades para la dramaturgia de “Nuestro Pueblo”; primera opción: una estructura lineal, con un protagonista y antagonista claros: alguien que persigue un objetivo y otro que deberá oponérsele. Este es un conflicto tradicional, bien definido. La otra alternativa apunta a una historia descentrada, donde los personajes y sus acciones nos van ofreciendo pistas para que sea el espectador quien complete los espacios en blanco. Cualquiera de los dos medios llegará a un fin que, el talento y experiencia de los creadores, deberán alejar del panfleto, lo evidente y machacón. Sí, esta obra se está volviendo política (en el sentido amplio del término, que remite al ser social y su relación con la polis), pero ¿qué teatro conectado a su realidad no lo es?


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Unos mínimos elementos de atrezzo componen la escenografía de esta pieza concebida para la calle: un banco, la moldura de una puerta que representa el espacio familiar y la probable metáfora de país. Más adelante, unas vecinas chismosas utilizan el antiguo marco de un cuadro, transformado en ventana, desde donde ofrecen su particular visión de los acontecimientos. Por último, un globo terráqueo- también aerostático- que será el escape, especie de “punto de fuga”, y conflicto principal de la historia.

“¡Levante la mano quien no ha sentido miedo en este país!”. Gabriela y Osvaldo Vázquez Martínez despliegan sus capacidades físicas y vis cómica, conscientes de cómo el trabajo en la calle demanda un esfuerzo mayor para seducir a los transeúntes, personas de diversas edades y también variados intereses o información cultural. Los dos payasos  anuncian el show mediante una serie de gags muy disfrutados por  los espectadores potenciales; y una vez conseguida la atención colectiva, no dudan en lanzar la provocación inicial: que levantemos las manos, nos piden, y no sabemos si por timidez o temor real pero los adultos aceptamos nuestra turbación. Sólo los niños se atreven a alzarnos la voluntad.

Cecilia Adorno eleva su voz de clown sin nariz. Destaca entre los demás porque aún no tiene su tapa, y trata de reivindicar esa pureza que los otros personajes parecen haber perdido: “los niños sabemos, tenemos derecho a participar”. Sus palabras y actitud se enfrentan a la pavura de los padres, quienes a causa de la pérdida del hogar deciden igualmente abandonar el país.  Javier Ortiz y Cristina Vives desarrollan una pareja entre controladora y timorata que, a través de los movimientos enfáticos propios del clown y las palabras entrecortadas, llegan a ser tragicómicos.  Se dejan manipular por Don Nadie, el dueño de todo, un ambicioso payaso interpretado con mucha habilidad por Saúl  Castellanos.

Auch, como pieza de calle, concentra su acción en unas pinceladas básicas aunque suficientes para dialogar con su público.  El centro está en la familia y el conflicto de su partida, pero alrededor gravitan otros personajes como la Chica del Traje; Sarah Arroyo construye su personaje desde una ambigüedad polisémica: demuestra ingenuidad, incluso dulzura, y a la vez  nos hace sospechar un mundo interior horrible. La excelente actriz explota dicha incongruencia para impresionarnos con la imagen estereotípica de ese clown de pesadillas, tan explotado por el cine de horror. La dramaturgia de la obra también la ubica bipolarmente: por un lado es la ayudante de Don Nadie, y a la vez resulta quien apoya la inocencia de  la niña y cómo eso nadie lo puede comprar.

En otro orden de aciertos se ubican Tania Adorno y Andrea Jiménez, quienes generan muchas carcajadas desde sus roles de vecinas entrometidas. A ritmo de chisme o reggeaton, interactúan con el éxodo de la familia. Ellas ofrecen una nota de comicidad, pero a la vez son metáfora de la incomunicación, del hablar sin escucharse, del “opinionismo” que sólo crea ruido. Como puede notarse, las múltiples expresiones de los personajes van creando una situación específicamente crítica: Don Nadie invita a la familia a marcharse y les trae el globo, pero la niña se agarra a su puerta, su tierra, y grita que no quiere irse. Entonces Risa y Llanto, los payasos  conductores del show, apelan al público para que éste increpe lo sucedido y participe, se posicione frente a lo que ve.

En ese punto la historia queda trunca. Quizás ello suceda como parte del crecimiento  de la pieza y su condición  de “beta permanente”. Auch deberá ir regenerando sus conceptos; cristalizará las caracterizaciones y vínculos entre los personajes, lo cual tributará a la precisión de su dramaturgia. Las futuras concretizaciones del argumento podrían encontrar metáforas más eficaces para movilizar la reflexión en torno a las cuestiones que nos laceran: miedo, éxodo, desconfianza generalizada.  Pero el saldo que nos deja la obra, después de haberla apreciado en las calles y plazas del Viejo San Juan o el parqueo del Hiram Bithorn, es cómo halla su mejor sentido en la posibilidad de diálogo.  A pedido de los payasos-presentadores,  cada espectador y espectadora grita: “no se vayan”. Es ahí, en esa voz común, donde la experiencia teatral-comunitaria cuaja. Y nosotros, como público, terminamos transformados– aunque sea un poquito-  porque el alarido ya no es el de la víctima; al contrario, exclamamos un Auch contra el miedo.



[1] Digámoslo con Calle 13.

[2] Beckett, Samuel. Esperando a Godot. Barcelona, Tusquets, 1995.

[3] Easy Rider(1969) dirigida por Dennis Hopper-también actor en el filme-  y con Peter Fonda, y Jack Nicholson en los otros dos papeles principales.

[4] Brook, Peter. El espacio vacío: arte y técnica del teatro. Barcelona : Península, 2001.

[5] Grotowski, Jerzy. Hacia un teatro pobre. México : Siglo Veintiuno, 1981.

[6] Wilder, Thornton. Nuestro Pueblo. Ministerio de Educación Pública, Dept. de Extensión Cultural, 1983.