Solimar era joven, hermosa y radiante como su nombre. Tenía el pelo largo, color azabache, que recogía en un moño en forma de dona. Cuando entraba al salón, era inevitable mirarla, porque su belleza comparaba con la de una diosa griega. Era tan atractiva, que las otras alumnas sentían un poco de envidia, mientras que los varones, no dejaban de piropearla. Todas las semanas, llegaba acompañada a la universidad por un guardaespaldas, que a penas la dejaba respirar, y que la esperaba fuera del salón de clases. Lo mismo hacía en cada curso. Cuando la profesora llegaba al salón, veía al individuo sentado al lado de la puerta o a veces, parado en el pasillo observándola. En la hora y media que duraba la clase, Solimar parecía un robot que actuaba mecánicamente. No dejaba de mirar por el pequeño hueco de cristal que tenía la puerta de entrada. La profesora, un día se le acercó para preguntarle por qué la acompañaba siempre un guardaespaldas y de quién la protegía. Sorpresivamente, la chica contestó que ese era su novio y hasta ahí llegó la conversación.