Pasó hace 40 años. El hombre, alto, flaco, lánguido, vestido con ropas mustias y gastadas que parecían trapos, me pidió ver la palma de mi mano. La observó, sin ceremonias ni misticismo, acostumbrado. Mientras leía cada línea, el adivinador me dijo: veo muchos papeles, muchos libros, te veo escribiendo, hablando en nombre de otros. Ya yo había decidido que no quería ser médico, no me había gustado el ambiente ni la gente en la Facultad de Ciencias Naturales, eso, eso no era para mí. Todavía, sin embargo, no sabía que sería abogado. Eso vino después. Hoy, ya hace 25 años que, diariamente ando sumergido entre papeles, leyendo, escribiendo y hablando en nombre de otros.
Consultor, canónico, acusador, defensor, de Dios, del Diablo, de oficio, del Estado, laboralista, de pobres, de corporaciones, de sucesiones, titular, de beneficencia, de récord, civilista, penalista, federalista, de Familia, secano… ¿qué es ser abogado?
Ulpiano, quien desde el Siglo III nos legó que “la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su propio derecho”, también nos instruyó a que el derecho estaba constituido por tres principios básicos: vivir honestamente, no dañar a los demás, y dar a cada uno lo suyo.